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1. Militarismo, democracia y el campo mexicano
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El embate contra los órganos autónomos del Estado y el debilitamiento de los equilibrios democráticos

Pedro Javier González G

Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A.C.

 

 

 

La democracia es un sistema de gobierno que, con base en reglas formales y aceptadas como legítimas, define los principios a que deben ceñirse los procesos de acceso y ejercicio del poder. Más allá de la celebración de elecciones, los principios que regulan el ejercicio del poder resultan cruciales. Entre estos principios, destaca el referente por evitar: la concentración del poder en una persona o grupo. La división de poderes y los mecanismos de pesos y contrapesos son una condición irrenunciable para la preservación de la pluralidad y las libertades civiles y políticas.

Con el transcurso del tiempo y en virtud de la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas, ha surgido la necesidad de establecer nuevos límites a la concentración del poder, sustrayendo a la voluntad de un Ejecutivo poderoso ámbitos de decisión que, por su propia naturaleza, exigen mantenerse al margen de intereses políticos particulares o de criterios político-ideológicos donde deben prevalecer las decisiones jurídica y técnicamente fundamentadas

Así, se observa que, con diferentes grados de amplitud, la creación de órganos autónomos de Estado es una práctica presente en la mayor parte de las naciones democráticas. Uno de los ejemplos más recurrentes es el de la dotación de autonomía a los bancos centrales, aunque también ha sido frecuente el intento de preservar de injerencias políticas el manejo de los procesos electorales y los derechos humanos. La idea clave es que los organismos autónomos refuerzan la gobernabilidad democrática al fortalecer el sistema de pesos y contrapesos.

México no escapa a este patrón evolutivo. Además de los ya citados casos del manejo de agendas potencialmente conflictivas (como la organización de las elecciones y la salvaguarda de los derechos humanos), se han creado órganos autónomos altamente especializados en el manejo de agendas técnicamente complejas relacionadas con sectores como el energético y las telecomunicaciones. La idea rectora ha sido despolitizar la toma de decisiones y, sobre todo, evitar la injerencia indebida de las agencias gubernamentales y de los poderes fácticos. En otras palabras, se trata de impedir la captura de los entes reguladores por parte de los entes regulados.

Difícil coyuntura para los órganos autónomos

A pesar de su relevancia, los órganos autónomos enfrentan una difícil coyuntura. Transcurridos 20 meses desde el inicio formal del nuevo gobierno, la voluntad de restablecer el modelo de concentración del poder en manos del titular del ejecutivo federal es manifiesta. No obstante, contar con sendas mayorías en ambas cámaras del Congreso de la Unión, la tarea de desmantelar o, al menos, de neutralizar toda forma de contrapeso ha sido una constante. Más aún, desde la campaña misma esta voluntad de anular o de debilitar toda forma de regulación e imposición de límites formales y jurídicos al ejercicio del poder era ya visible.

El proyecto de la 4T se concibe a sí mismo como una suerte de revolución pacífica orientada a modificar de raíz todo el andamiaje institucional que, al margen de sus defectos y omisiones, se había construido con grandes esfuerzos y contribuido al avance democrático y a la modernización del país. Bajo la consigna de que nada de lo construido en las pasadas tres décadas era rescatable, el guion de la 4T marcaba el arrasamiento sistemático de todo lo que tuviese un cierto tufo neoliberal. La página en blanco fue vista como un paso previo y necesario para la purificación nacional.

A la luz de esta visión radical del cambio social, los órganos autónomos del Estado fueron vistos como un obstáculo para la edificación, desde la voluntad presidencial, del nuevo orden. Había que remover los escollos y, para tal efecto, el orden del día consistió en buscar su desaparición o, cuando esto no era posible, había que debilitarlos y colonizarlos.

Desde el poder presidencial, se ha impulsado una narrativa que cuestiona la relevancia de los órganos autónomos y que, a priori, los descalifica como entidades que representan una enorme carga para el erario. En esta narrativa, principalmente en lo concerniente a su elevado costo, se montó recientemente el senador Ricardo Monreal al justificar su propuesta de una reforma encaminada a fusionar en una sola entidad a la Comisión Federal de Competencia Económica (COFECE), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y la Comisión Reguladora de Energía (CRE). Sin embargo, de acuerdo con datos de México Evalúa, los tres órganos representan menos del 2% del presupuesto. La iniciativa, cuya viabilidad era cuestionable, debido al alto grado de especialización de cada una de las agencias involucradas, por lo pronto no prosperó, pero la intención controladora sigue vigente.

Otra aseveración gratuita del Primer Mandatario es que la contribución de estos órganos a la vida pública ha sido prácticamente nula. Esta idea se repite una y otra vez y sus seguidores la han venido diseminando a través de las redes sociales. Sin embargo, el IFT logró abrir los mercados de televisión (se creó Imagen Televisión), radio (decenas de nuevas frecuencias AM y FM) y telecomunicaciones (entró AT & T); también bajaron los precios de los servicios de telefonía celular en 44% en cinco años.

Por su parte, la COFECE deshizo acuerdos monopólicos entre laboratorios productores de insulinas, en afores, en el servicio de taxis dando entrada a las plataformas. En cumplimiento de sus responsabilidades, revisa, para beneficio del consumidor final, que no haya acuerdos monopólicos en aviación (Aeroméxico-Delta) o en la alianza entre Soriana y La Comer.

Desafortunadamente, el caso de la CRE es distinto: después de haber desempeñado un papel relevante en la promoción de un mercado competitivo en materia energética, la institución fue primero descabezada y posteriormente colonizada con el nombramiento de consejeros que simplemente acatan las directrices de la Secretaría de Energía.

Mención aparte merecen los embates sufridos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Instituto Nacional para el Acceso a la Información y la Protección de Datos (INAI). Durante la campaña, el entonces candidato López Obrador puso en tela de juicio la utilidad del INAI; ese discurso se ha mantenido vivo, aunque lo cierto es que, con independencia de que por definición ninguna institución es perfecta, la transparencia y la rendición de cuentas no es la principal fortaleza de un líder que apuesta por la opacidad, tal como lo evidenció con sus constantes ataques a la presidenta del instituto de transparencia del Distrito Federal durante el periodo en que fue Jefe de Gobierno.

El caso de la CNDH es, ante todo, uno de colonización. Se impuso el nombramiento de una persona que no satisfacía los criterios de elegibilidad estipulados en la ley y, adicionalmente, se manipuló la votación en el Senado para que Rosario Piedra Ibarra accediese a la presidencia de la Comisión. Pero el problema no se limita al desaseo del nombramiento, sino sobre todo al proyecto anunciado de convertir a esta institución en una Defensoría del Pueblo que, además de mermar la autonomía, reduciría su radio de acción, dejando fuera de sus competencias la defensa de determinados derechos y grupos de población.

El INE, por su parte, también ha sido sometido a una intensa campaña de desprestigio, amén de restricciones presupuestales. Para el presidente, es altamente lucrativo seguir alimentando el discurso del fraude electoral y de descalificación del árbitro electoral. De cara a la trascendencia de los comicios del próximo año para afianzar el proyecto de la 4T, había el temor fundado de que, en el contexto del nombramiento de los cuatro nuevos consejeros que debían ocupar las cuatro vacantes en el Consejo General del Instituto, se sesgase el proceso de selección con el fin de asegurar que los nuevos consejeros fueran afines al proyecto de la 4T. Esta fue una tarea que se encomendó a John Ackerman.

Pero, de acuerdo con lo establecido en la reforma electoral de 2014, se nombró un Comité Técnico Electoral, conformado por un grupo plural de personalidades destacadas de los ámbitos académico y electoral, quienes procedieron a revisar los perfiles de los 390 aspirantes a ocupar una de las cuatro vacantes. Acto seguido, se integraron cuatro quintetas (dos con mujeres y dos con hombres) de aspirantes que, por sus conocimientos y experiencia, poseían los méritos suficientes para formar parte del Consejo General. Estas quintetas fueron remitidas a la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados, instancia que determinó las cuatro propuestas que se presentaron al pleno para su ratificación vía mayoría calificada.

Con el nombramiento de los nuevos cuatro consejeros, se refrendó el carácter autónomo de la autoridad electoral. Sin embargo, ello no significa que el camino esté libre de escollos. La actitud asumida por John Ackerman por la no inclusión de su candidata Diana Talavera en alguna de las quintetas resulta preocupante en la medida que reflejó la voluntad de un sector radical de Morena y del propio gobierno por imprimir, con base en su mayoría, un sesgo político e ideológico a la actuación del árbitro electoral.

Ciertamente, no lograron descarrilar el proceso. Sin embargo, sí sembraron la semilla de un potencial conflicto poselectoral en caso de que los resultados no sean del todo favorables al proyecto de la 4T. Cabe recordar que la descalificación a priori del árbitro fue el primer episodio del conflicto vivido en 2006. A la luz de esta circunstancia, no parece fortuita la sistemática campaña de desprestigio enderezada contra el INE ni aun la inclusión de los nombres de algunos miembros del Consejo General y de magistrados del TEPJF como parte de un Bloque Opositor Amplio, cuya existencia nunca fue acreditada.

Los embates en contra de los órganos autónomos han sido variados y, en algunos casos, se han traducido en su desaparición, tal como sucedió con el Instituto Nacional de Evaluación de la Educación, el cual, en el marco de la contrarreforma educativa, fue sustituido por una dependencia carente de autonomía. Asimismo, otros órganos autónomos han sufrido embates menos directos. A este respecto, son dignos de mención los casos del Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (INEGI) y del Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL). Ambas instituciones han sido atacadas a través de un intenso golpeteo presupuestal. No sale sobrando recordar que, aun antes de la pandemia, el INEGI debió sacrificar algunos proyectos en virtud de la falta de recursos para la realización de trabajo de campo.

Hasta ahora, la única entidad autónoma que no ha sido objeto de cuestionamientos y amenazas a su supervivencia ha sido el Banco de México; de hecho, el banco central ha refrendado su autonomía al rechazar la petición del presidente López Obrador, carente de sustento legal, de adelantar la entrega de su remanente de operación. En un entorno económico enrarecido por la pérdida de confianza de los inversionistas y aun de varias instancias multilaterales, ir en contra de la independencia del instituto central sería un franco suicidio.

Las instituciones se deben defender en función de la validez de sus objetivos y del reconocimiento de sus aportaciones. Como órganos independientes, sus decisiones deben estar al margen de intereses políticos y de poderes fácticos. De ahí que la pregunta clave no es si estorban o no a un determinado programa de gobierno, sino cuál ha sido su contribución a las causas del desarrollo y de la defensa de los derechos.

Ello no equivale a afirmar que los órganos autónomos sean colocados por encima de cualquier juicio crítico. La evaluación de su desempeño y la detección de sus deficiencias operativas y aun de diseño deben ser analizadas, expuestas y corregidas. No es ésta una tarea fácil; destruir es siempre más fácil que construir. Mientras tanto, el costo de una estrategia de campos arrasados es, como ya lo estamos viendo, la pérdida de capacidades de la administración pública, amén del debilitamiento de las instituciones democráticas.

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