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1. AMBIENTE POLÍTICO, ECONÓMICO Y ACCIONES CONTRA LA VIOLENCIA
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Foto: Christian Palma/AP

La violencia en México: la militarización de la seguridad y el retorno potencial del sistema inquisitivo

 
Ana Lorena Delgadillo
Alicia Moncada

Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho

En el 2018, Andrés Manuel López Obrador asumió la presidencia de un país sumergido en la violencia y la impunidad. Pocas semanas después de su nombramiento, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) confirmó la indetenible marejada de muerte: en México se asesinan, en promedio, 100 personas al día siendo el 80% de los casos homicidios relacionados con  ejecuciones del crimen organizado. 

Aunque un año en el gobierno federal es poco tiempo para valorar si lo hecho es un éxito o un fracaso, hay señales que nos ayudan a leer el rumbo y ante este letal panorama, pareciera que López Obrador navega erráticamente. A pesar de tener un lenguaje de paz y reconciliación, el presidente con rapidez decantó por un retorno a las históricas políticas de mano dura, aunque discursivamente diga lo contrario.

Un ejemplo es la creación de la Guardia Nacional en marzo del 2019, cuerpo militar al que se le han adjudicado tareas de seguridad ciudadana, investigación y en materia migratoria y que, aunado a las demás fuerzas militares,  aumentaría el número de elementos encargados de combatir la violencia.

Empero -y a pesar de la narrativa gubernamental sobre la positiva incidencia de la Guardia Nacional- su despliegue no influyó en una reducción de la violencia. Si esa era la principal herramienta para combatir el crimen organizado, ¿qué es lo que está fallando entonces? Lamentablemente, las cifras de 2018 se quedaron rezagadas frente al 2019, año declarado como el más sangriento en la historia de los Estados Unidos Mexicanos.  El aumento en el número de víctimas de homicidios fue de 839 personas más que el 2018, siendo el promedio nacional de homicidios doloso 2,3 víctimas por cada 100.000 habitantes. Los femicidios también registraron un aumento del 10,3%, los secuestros un 3,5% mientras que la extorsión un preocupante 29%.

Si bien el Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 (2018) reconoce la crisis, no ofrece soluciones claras para la prevención y la erradicación de la corrupción e impunidad, que no solo carcomen al Estado de Derecho sino que creemos son elementos estructurales de la emergencia en seguridad que devasta y aterroriza al país.  La política de seguridad debe mirarse conjuntamente con las políticas de justicia y prevención.

 

La impunidad como coadyuvante de la crisis de seguridad

El aumento del número de delitos y la violencia generalizada tienen sus raíces en una multiplicidad de factores, entre los que cuentan los niveles de calidad de vida, el desempleo y -especialmente- la desigualdad socioeconómica. Sin embargo, la impunidad es un factor que con generalidad pasa desapercibido y que guarda una estrecha relación en la magnificación de la violencia, pues es un agente lesivo del aparato estatal que se supone debería amparar al Estado de Derecho.

La impunidad desmejora la respuesta del Estado de Derecho ante la violencia como obstruye el acceso a la justicia y la protección de los derechos humanos. Para la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, la impunidad se conceptualiza como:

la inexistencia, de hecho o de derecho, de responsabilidad penal por parte de los autores de violaciones, así como de responsabilidad civil, administrativa o disciplinaria, porque escapan a toda investigación con miras a su inculpación, detención, procesamiento y, en caso de ser reconocidos culpables, condena a penas apropiadas, incluso a la indemnización del daño causado a sus víctimas (ONU, 2005).

 

Esta definición holística nos hace situar el análisis de la impunidad fuera de la visión tradicional del fenómeno que lo adjudica a la mera carencia de penas ante la comisión de los delitos. De la misma forma, los alcances políticos y sociales de la impunidad no solo trastocan y corroen al sistema de administración de justicia, también constituyen una cultura de inequidad y abuso de poder en la que resultan victoriosas las fuerzas productoras de la violencia, que -valga acotar- no se reducen únicamente al crimen organizado.

El juego retórico del presidente López Obrador  da la impresión de que está consciente de la necesidad de atacar a la impunidad y corrupción para detener el aumento de los homicidios y feminicidios, consecuencias de la violencia estructural que tienen un mayor impacto social. Pero la realidad dista mucho de estas pretensiones, pues, ante  las formas institucionales de enfrentar a la violencia, el gobierno federal ha optado por volver y/o mantenerse en caminos fallidos.

El primer camino errado es la militarización de las instituciones con competencias en la protección de la seguridad ciudadana. Tal como lo deja claro un informe de la Oficina de Washington para Asuntos de Latinoamérica (WOLA, 2017), esta estrategia no disminuye la violencia sino que favorece la crisis de impunidad y violencia que vulnera derechos humanos. El informe de WOLA también menciona que desde el 2007 al 2017, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) solo emitió 148 recomendaciones contra las fuerzas armadas del país. Estos números resultan irrisorios frente a los miles de quejas presentadas ante la CNDH.

López Obrador inició, en julio del 2019, la disolución de la policía federal, alegando la profunda corrupción interna sin que -hasta ahora hasta donde se haya hecho público- se abriera una sola investigación. De hecho, la investigación se instrumentó como una forma de coacción y amenaza en medio de las protestas de los elementos federales. El presidente ondeó la bandera de la justicia con fines de “pacificar” a quienes en la policía federal se opusieron a sus reformas, mas sin el fin de subvertir la corrupción subyacente. Esta acción que contribuye a la impunidad también mantiene en pie las posibles alianzas de este cuerpo policíaco con organizaciones macrocriminales.

Bien es cierta la corrupción de las policías (federal, estatales y municipales), pero esta denuncia no vino acompañada con evidencias sólidas y suficientes elementos como para entender la fuente y origen de la corrupción y la impunidad, en aras de tener una línea base para construir un esquema de seguridad cercano a la gente y fuera del alcance del poder macrocriminal.

¿Qué posibilidad puede tener un policía de San Fernando de Tamaulipas para enfrentar a la macrocriminalidad inserta en el cuerpo de seguridad al que sirve? ¿Cómo podemos esperar que estos elementos dejen de contribuir a los poderes de la violencia, por acción y omisión, cuando ni siquiera cuentan con el respaldo de sus gobiernos estatales cuyos lazos con el crimen tienen ataduras firmes? 

En lugar de pensar en una modificación de los esquemas de policía estatal y municipal, la respuesta del gobierno fue enviar temporalmente a la Guardia Nacional como una medida paliatoria -pero no transformadora- que inferimos podría propiciar un efecto globo de la violencia o la mitigación momentánea de la violencia en ciertas áreas y su expansión en otras.

A la policía se le dio la opción de integrarse a la Guardia Nacional, que ahora se yergue todopoderosa como el cuerpo de seguridad ciudadana, pese a que el mando operativo es militar y está bajo el directo mando presidencial. La pregunta de rigor es: ¿cuáles serán los mecanismos para vigilar y monitorear a estos nuevos vigilantes?, ¿quién medirá su efectividad?, pero, especialmente, ¿cómo se evitará su corrupción y participación acciones que violen la ley y los estándares internacionales?  De la misma forma, ¿quién nos garantiza que de incurrir en violaciones graves a los derechos humanos no se repetirá la prebenda de la impunidad que gozan los demás cuerpos militares mexicanos?

A propósito de la efectividad de la militarización, el Acuerdo migratorio entre Estados Unidos y México es escenario de un gran despliegue de la Guardia Nacional en los estados de las fronteras norte y sur, al concedérseles, desde el gobierno federal, competencia en materia migratoria. Resulta preocupante que dos de los estados del país (Baja California y Chihuahua) con mayor presencia de la Guardia Nacional duplicaran el promedio nacional de asesinatos. Tamaulipas, también militarizado, cerró el 2019 por encima de la media nacional de homicidios dolosos y, lo más grave, ha iniciado este año con una racha de violencia indetenible. 

En la frontera sur, los efectivos de la Guardia Nacional activaron su política de persecución contra las personas migrantes siendo los grupos de origen africano los primeros grandes afectados. Sus protestas por las condiciones indignas en las que se encuentran en los centros de detención migratoria fueron acalladas con la violencia estatal. No obstante, la recién llegada caravana de migrantes -que partió desde Honduras a principios de enero del presente año- nos permitió vislumbrar gran parte del poder represivo de la Guardia Nacional con el beneplácito del gobierno federal.

Hasta ahora la Guardia Nacional no ha rendido cuentas por estas y otras agresiones contra las personas migrantes y solicitantes de refugio, situación que no contribuye a la construcción de confianza y transparencia, aspectos cruciales para la erradicación de la impunidad y la corrupción.

De la misma forma, cuando un gobierno usa la represión y la militarización para dar “guerra” a la violencia, está admitiendo que no pretende incidir e invertir en la modificación de sus causas sociales, políticas, institucionales y económica, es decir, que no tiene intención de generar políticas de seguridad ciudadana o seguridad humana. En México se adolece de una estrategia de prevención real y que especialmente se enfoque en los grupos históricamente discriminados.

López Obrador alardea de gobernar desde, para y por los pobres, sin embargo, la  militarización no construye espacios seguros ni un esquema de seguridad humana para los sectores que el gobierno federal dice defender. Las políticas asistenciales que se han iniciado tienen como fin alimentar la maquinaria electoral de López Obrador para beneficio de su partido y proyectos para el sexenio, mas sus acciones demuestran que no tiene intención de construir espacios seguros desde el empoderamiento y el desarrollo de potencialidades individuales y colectivas de las personas que sobreviven en pobreza y que son las principales víctimas de la violencia. 

Vemos así que la implementación de medidas que militarizan la seguridad ciudadana es un recurso propio del “populismo punitivo como estrategia para capitalizar electoralmente la profunda preocupación por la seguridad” (De la Torre y Martín, 2010: 37), a costa del retroceso a los fatídicos enfoques de la seguridad que nos llevaron al estado de emergencia que hoy padecemos.  

Un segundo camino fallido que López Obrador ha iniciado es la amenaza de la vuelta al sistema inquisitivo, que nunca fue una herramienta que ayudara a la disminución de la impunidad, y por lo tanto, a la disminución de la violencia. Las reformas constitucionales que tanto costaron para la exigencia de un sistema de justicia penal acusatorio -que se suponía combatiría la impunidad y violencia- están en riesgo. El gobierno federal sabiendo que solo el 5% de los casos culminan en una condena,  pretende volver al sistema inquisitivo. Se pretende transformar el sistema de justicia sin tomar en cuenta que la raíz del problema es la debilidad de las instituciones judiciales y, sobre todo, las fiscalías que son el gran cuello de botella.

Lograr la seguridad y la justicia en México requiere de voluntad política y no de reformas que contravienen los derechos humanos, las garantías al debido proceso y las leyes domésticas. Tales proyectos del gobierno federal solo acentuarán la desconfianza de las personas en el sistema, lo que aumentará  el número de delitos no denunciados que, para el 2018, era un inaudito 92.2%. También los poderes criminales se seguirán beneficiando del silencio de las víctimas que, al no confiar en las autoridades, seguirán desprotegidas.

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