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Batallas ciudadanas contra la corrupción
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PRESENTACIÓN

 

Elio Villaseñor Gómez

Director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A.C.

El país atraviesa por una coyuntura complicada con asuntos que no tienen orden en la agenda pública en cuanto a su alcance y gravedad, tal como lo apreciamos con la pandemia por el COVID-19. La crisis perfila una economía en picada, un clima de inseguridad y violencia sin par, y se suma el virus de la corrupción con los escándalos que genera la filtración mediática de videos que implican indistintamente a funcionarios o exfuncionarios públicos.

Es sabido que la corrupción como fenómeno público es un lastre que carcome a las instituciones y a la política, ámbito que ha servido para que algunos de los que ocupan un cargo en la estructura gubernamental lo usufructúe y haga mal uso de los recursos públicos en su beneficio o de grupo.

Si bien la corrupción no es propia de un país, ni se restringe a un gobierno, instituciones o sociedad, en México no pocos la han interpretado como una debilidad o un mal estructural de índole cultural. Sin embargo, en nuestro país la corrupción ha sido parte consustancial de la actividad pública, concepción que ha permeado y distingue a muchos políticos que buscaron arribar a un cargo público para disputar “el pedazo o una mayor tajada del pastel”.

Lo anterior transmutó en una práctica común en la esfera gubernamental y a la sombra de un “pacto  de impunidad”. A manera de ejemplo, dicho pacto encuentra justificación en personajes emblemáticos de la clase política de antaño, como Carlos Hank González, quien en su momento expresó que “Un político pobre es un pobre político”, frase máxima asumida literalmente por la clase política, o aquella frase acuñada y de dominio público de que “el que no tranza no avanza”.

Son alegorías discursivas o usos y costumbres perversas que han sido parte de un régimen que ha tenido como uno de sus pilares el que los gobernantes se asuman como los dueños de los recursos públicos, con potestad para manejarlos de manera discrecional para fines insondables y sin rendir cuentas a nadie.

Esta descomposición ha creado toda una red de complicidades al interior de los gobiernos donde lo que aplica es un conjunto de reglas no escritas, que procrea conductas que han arraigado en el quehacer del sector público, promotor y beneficiario de esa práctica nociva que, por décadas, caracterizó a los diferentes gobiernos en el país. Algunos personajes de la actual Administración no escapan a esa proclividad, que saca raja política del tema en el discurso oficial.

Todo este sistema de corrupción pone a prueba a nuestras instituciones, pues está visto que no bastará la escoba en el escalón gubernamental de la corrupción donde atestiguamos cómo a unos se les acusa y a otros se les exculpa de manera selectiva, confirmando que “la escalera sigue sucia”, a pesar de que se prometa “barrer de arriba para abajo”.

Lo citado resulta preocupante, sobre todo porque a cinco años de la publicación de las reformas, el Sistema Nacional Anticorrupción aún no se implementa de manera integral, ante la indiferencia o la falta de voluntad política del gobierno en turno para cerrar el ciclo administrativo y legal para la instauración de un sistema que dé certeza de que se castigará a los responsables de delitos de corrupción en la comisión del uso indebido de los recursos públicos. De eso dan cuenta gran parte de los artículos que se recogen en este número de Brújula Ciudadana.

Cabría preguntarse, si casos emblemáticos de corrupción en curso serán abordados de manera inercial y con un desenlace en que se consienta una total impunidad o sí solo servirán como espectáculo mediático para distraer la atención de los mexicanos en torno de asuntos urgentes del país.

Valga citar que en nuestra sociedad se percibe a la corrupción como una de sus principales preocupaciones y que, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG), la corrupción es el segundo problema más mencionado, solo por debajo de la inseguridad y antes de la economía.

Ante esa realidad y aunque suene a lugar común, en la actual coyuntura los mexicanos como sociedad vivimos una gran oportunidad para exigir que nuestro sistema de justicia salga fortalecido, donde se lleve a cabalidad el debido proceso, se exhiba y, de ser el caso, se castigue a los responsables de los actos de corrupción que a la fecha han sido denunciados, sin importar cargo o fuero en la escala de la Administración pública.

Esta acción sería un mensaje nuclear de que terminaremos con las malas prácticas perversas de hacer de la política un resquicio para alcanzar beneficios personales.

En esa línea, es de esperar la formulación de políticas efectivas de combate a la corrupción, acompañadas del reforzamiento de instituciones autónomas e independientes, que depongan el método de mezclar la política con legalidad e imparcialidad. Se requiere de un propósito de gobierno, que sea percibido por la sociedad como una respuesta viable y no estigmatizante del Estado en el combate a la corrupción que, a la fecha, no ha tenido el impacto que exige la aplicación irrestricta de la ley para la sanción efectiva de ese delito.

En ese marco, es un apremio que indistintamente de la existencia de fallas o errores jurídicos, desinterés político o de que impere el binomio corrupción-impunidad, la ciudadanía siga luchando porque las prácticas corruptas sean erradicadas y los corruptos paguen por los ilícitos cometidos en proporción al daño cometido a la sociedad y al país.

Como ciudadanía, debemos esperar que esta oportunidad no se escape de nuestras manos y que no sea un simple espectáculo donde se evidencien actos corrupción, se negocie con solamente algunos o se castigue a unos y se perdone a otros.

La gran oportunidad que se abre con la denuncia y persecución de los delitos de corrupción es finiquitar la concepción de que los cargos públicos son para usar los recursos públicos en beneficio privado, a la vez que se fomente una cultura que haga de la política un asunto de interés y escrutinio público.

En ese sentido, la sociedad debe ser mucho más proactiva en calificar a sus gobernantes como paso previo y fundamental para garantizarnos la gobernanza que merecemos y podamos seguir enfrentando los grandes desafíos nacionales, como la actual pandemia en el ámbito de la salud. Todo ello requiere, por definición, una convivencia comprometida con una sociedad y un gobierno bregando para crear espacios de diálogos en donde de manera conjunta incorporemos las mejores propuestas tanto en materia de salud, como las de orden económico, de seguridad, ambientales, así como las del quehacer político cotidiano.

En suma, construyamos los pilares del nuevo régimen donde la justicia no se politice o se convierta en escándalo político; donde todos seamos iguales ante ley; donde los recursos públicos se ejerzan con total transparencia y con la obligada rendición de cuentas; y donde todos seamos parte en la construcción de políticas públicas de manera corresponsable.

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