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2. Visión regional de la pandemia: Estados Unidos y Centroamérica
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Foto de José Cabezas/Reuters

Del performance a la realidad: el manejo gubernamental de la emergencia por COVID-19 en El Salvador

 
Jaime Rivas Castillo  

Universidad Don Bosco, El Salvador

Montando el performance

De pie, a cada lado de una extensa mesa, esperan la llegada del jefe. Un asistente abre la cortina que separa artificialmente la sala contigua y enfila presuroso a acomodar la silla para que tome asiento –el asiento principal— su regente, el gobernante del país, que viene detrás. Este último camina con autoridad, ataviado con su chaqueta obscura, de la que resalta el logotipo de una reconocida marca comercial, poco accesible, no sobra decirlo, para la gran mayoría de la gente a la que se dirigirá en unos minutos. La chaqueta cubre parcialmente una camisa blanca con los botones superiores siempre abiertos, nunca cercados por algo que se le parezca a una corbata, como ha sido su práctica en los eventos públicos a los que asiste, cuando suelta el dedo índice de su smartphone de última generación para enviar un enésimo tweet.

Sus barbas finamente recortadas y estilizadas, así como su pelo azabache cuidadosamente almidonado, tirado con decisión hacia atrás, muestran a un hombre joven, que últimamente ha sustituido su habitual semblante fresco, bromista y juvenil por un cariz serio y poco indulgente. Llega como un padre molesto, a punto de propinar un sermón a sus mal portados y desagradecidos hijos. Ahora se ha sentado y, acto seguido, lo hacen sus acompañantes, quienes no pueden saltarse el protocolo, el guion asignado para ellos.

Al fondo, como testigo mudo pero vigilante de lo que se viene –es decir, de la palabra del único orador autorizado—, destaca una imagen de cuerpo entero de Óscar Arnulfo Romero, el cuarto arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980 por un comando de extrema derecha, aupado al oficialismo gubernamental por el primer gobierno de izquierda de este país --el del FMLN, con Mauricio Funes, partido que colocó la imagen en esta sala de Casa Presidencial—, y subido a los altares por Francisco, el único pontífice capaz de desafiar a la ortodoxia católica romana, que todavía considera a Monseñor Romero –como le decimos sus devotos, en El Salvador— como un “cura de sotana roja”.

El orador de la ocasión es el presidente, quien pese a cambiar hasta el emblema oficial que todos los gobiernos usaron durante décadas –el escudo nacional—, no se atrevió a descolgar la imagen de la sala, tras el cambio de gestión gubernamental, en junio de 2019. Así es este presidente. Se reserva el derecho de sustituir o ignorar todo lo que huela a política tradicional, aunque se lleve de paso hasta los cimientos de la maltrecha democracia del país. Sus últimos desplantes: primero, desconoció, por primera vez desde 1992, la conmemoración oficial sobre el cese de la guerra civil (1980-1991) y la firma de los Acuerdos de Paz, uno de los acontecimientos políticos más relevantes para el país durante las últimas décadas; segundo, en febrero pasado, Bukele usurpó la silla del presidente del Congreso, al ingresar por la fuerza al recinto legislativo, acompañado de militares y policías que intimidaron a los diputados allí presentes, para forzarlos a aprobar un préstamo reclamado por el Ejecutivo. Este es el que ahora se dirige a la población para revelar datos oficiales sobre la pandemia y, a pesar de la protesta de algunos, nuevas restricciones para la ciudadanía.

Nayib Bukele asegura que el manejo de su gobierno ante la emergencia por el COVID-19 es un ejemplo para el mundo. Lo repite cada vez que se sienta a la cabecera de aquella extensa mesa desde la que transmite, por cadena nacional y, de vez en vez, sus extensos, repetitivos y a menudo cantinflescos y poco articulados discursos. Le flanquean siempre, como fieles servidores, sus ministros y funcionarios más cercanos, así como algún invitado ad hoc que sirva a sus propósitos. El performance de la cadena nacional es la más lograda expresión de la gestión gubernamental ante la emergencia provocada por el COVID-19 en el país y, quizás, de los diez meses que lleva al frente de Casa Presidencial. Para entender el guion de este performance hay que decir unas palabras sobre su principal actor, el presidente. Solo así, y por extensión, se entenderá mejor el manejo de la crisis gubernamental de la pandemia, el estilo sui generis de este gobierno y los principales desafíos que tiene el país, más allá de la emergencia.

¿Quién es Nayib Bukele?

El presidente salvadoreño probablemente no sea tan conocido en México. Pero vale la pena ensayar un ejercicio de memoria, escarbando en algunas notas de prensa, de las más curiosas. Apenas unos días después de ser juramentado, Bukele se sentó junto a Andrés Manuel López Obrador y Marcelo Ebrard en un evento cerca de Puerto Chiapas. Era junio de 2019. Los mandatarios y sus respectivos cancilleres anunciaban la extensión del programa “Sembrando Vida” hacia territorio salvadoreño, con un aporte de treinta y un millones de dólares americanos por parte de México.

En esa ocasión, Bukele dijo, en un discurso poco inteligible pero entusiasta, que López Obrador, “cabeza de algodoncito” –carcajada suya incluida—, era “un lujo de presidente” para México, país que tiene “200 años de estar mal”. El encuentro se hizo noticia no por el aporte financiero ni por la aparente solidaridad del gobierno mexicano, sino por el golpe involuntario que López Obrador le propinó en el mentón a su homólogo salvadoreño. Debe insistirse en la frase “aparente solidaridad”, pues el objetivo último del programa era detener el torrente de personas migrantes desde El Salvador, para que no atraviesen México ni lleguen a molestar a su vecino de la frontera norte, a unos meses después de las llamadas caravanas y a semanas antes de los acuerdos migratorios del chantaje que ambos países firmaron, por separado, con el gobierno de Donald Trump. La coincidencia de fechas no deja lugar a dudas.

Meses después y en plena crisis por el COVID-19, la muestra de solidaridad y la cordialidad entre ambos gobiernos pareció no habérselas creído Bukele, a juzgar por su enérgico reclamo al gobierno mexicano por supuestamente permitir que 12 viajeros salvadoreños, presuntamente infectadas por el virus, partieran del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México hacia El Salvador en un vuelo comercial. Bukele, que envió el reclamo por medio de un tweet, no presentó prueba alguna, ante la solicitud de Ebrard. Los viajeros, a quienes se les realizó la prueba, fueron descartados como portadores del virus y nunca abordaron el vuelo. López Obrador dijo que no replicaría la afrenta. El reclamo fue más allá y Bukele mencionó al reconocimiento como refugiado que México concediera a Sigfrido Reyes, expresidente de la Asamblea Legislativa salvadoreña y hombre fuerte del FMLN, al que la Fiscalía General de la República acusa de lavado de dinero, peculado y estafa.

Pero, ¿quién es el presidente salvadoreño? Nayib Armando Bukele Ortez es el mandatario de El Salvador, el más joven en llegar a serlo en la historia reciente de este que es el país más pequeño de Centroamérica. Es descendiente de inmigrantes palestinos que arribaron entre finales del siglo XIX y principios del XX, lo que le permite presentarse con uno de los apellidos más icónicos de esa inmigración, junto con los Simán, Hándal, Salume, Hasbún y Samour, entre otros. Mencionarlos aquí no es una cuestión vacía, considerando que muchos descendientes de estos inmigrantes han destacado en la vida política, cultural, económica y empresarial del país.

Y esa es justamente la cuna de Bukele: la política y la empresa. Su padre, Armando Bukele Kattán, fue un reconocido científico, empresario, analista político y líder de la comunidad musulmana salvadoreña, recientemente fallecido. Bukele hijo, quien dejó sus estudios de ciencias jurídicas en la jesuita Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) para dedicarse a las empresas familiares, no destaca precisamente por unos pretendidos dotes de estadista, sino más bien por sus habilidades en el manejo empresarial y en los trucos de la publicidad, en plena era del Twitter y las redes sociales.

El publicista Bukele llegó a ser presidente a sus 37 años, pero antes fue alcalde de un pueblo cercano a San Salvador, Nuevo Cuscatlán, entre 2012 y 2015, año en que se postuló también para gobernar la capital del país, cosa que logró entre 2015 y 2018. Un año antes de finalizar su gestión municipal en San Salvador, fue expulsado del FMLN, partido que lo había llevado al poder en ambas ciudades. Luego de un proceso lleno de obstáculos para presentar su candidatura presidencial, siendo torpedeado por las grandes fuerzas políticas antagónicas FMLN, de izquierdas, y ARENA, de derechas –los dos partidos que habían gobernado el país por treinta años—, Bukele salió victorioso en las elecciones presidenciales de 2019 con un amplio margen sobre sus rivales.

Su alto nivel de aceptación y popularidad, siendo el presidente más querido por su población en América Latina, le ha servido como combustible para desafiar a sus rivales políticos y a enfrentarse con todos los poderes del Estado e institucionalidad democrática del país, instrumentalizando la Policía Nacional Civil y el Ejército Nacional, instituciones que mueve a su antojo.

El manejo de la crisis

El gobierno salvadoreño fue el más estricto en Centroamérica en cuanto a acciones para contener o retrasar la llegada del COVID-19 al país. Desde finales de enero, antes que se reportara algún caso, el gobierno decidió bloquear el ingreso de viajeros provenientes de China, el primer foco de infección del virus. Más tarde, amplió la medida a personas provenientes de Italia, Irán, Corea, España, Francia y Alemania, que ya registraban altos niveles de contagios. A las restricciones a los viajeros le siguieron, durante febrero, las primeras medidas de contención al interior del país: cierre de las escuelas y universidades, suspensión de actividades masivas y cierre de las fronteras terrestres. El primer caso en América Latina ya se había reportado en Brasil.

En marzo, el Ejecutivo decretó estado de emergencia y solicitó un cuestionado estado de excepción, que limita ciertas libertades para los salvadoreños como la libre circulación y el cambio de residencia. El estado de excepción fue aprobado por la Asamblea Legislativa y extendido una vez más, para sumar un total de 30 días, hasta el momento, y con probabilidad de nuevas extensiones. El país entró en cuarentena obligatoria y se ordenó a la policía y al Ejército retener a cualquier persona que estuviera fuera de su casa sin motivo válido, pese a una orden de la Corte Suprema de Justicia que impide las detenciones arbitrarias. Toda persona extranjera residente en el país o connacional que ingrese por cualquier punto de registro deberá cumplir 30 días de cuarentana en cualquiera de los 92 centros de contención habilitados en el país.

En materia económica, el gobierno prohibió cualquier actividad no esencial y advirtió a las empresas con graves repercusiones, si dejaran de pagar a sus empleados, aunque estos permanezcan en sus casas. Asimismo, solicitó a la Asamblea la autorización para un crédito por 2 mil millones de dólares para enfrentar la crisis, aprobación que logró y permitió destinar un bono de USD300.00 para unos 1.5 millones de hogares salvadoreños que se verían afectados por las restricciones a su movilidad.

Al 10 de abril, El Salvador registraba 117 casos confirmados de COVID-19, de los cuales fallecieron seis personas, quince se habían recuperado y noventa y seis estaban activos. La inmensa mayoría de los casos confirmados, 105, eran importados, es decir, de personas que provenían de otros países, destacando Guatemala, Estados Unidos, Italia y España. A la misma fecha, se encontraban guardando cuarentena en los centros de contención un total de 4,303 personas, con un potencial de contagio al no haber superado aún las medidas reales de aislamiento y acceso oportuno a pruebas para confirmar o descartar la presencia del virus. El Salvador no ha llegado a aplicar más de 500 pruebas por día, lo que implica que el virus pudiera afectar a personas que no lo saben aún.

Desafíos

El Salvador gira en torno al COVID-19. La paralización de buena parte de la actividad económica del país, el confinamiento de su gente en sus hogares, la amenaza por los contagios, las estrictas medidas implementadas por el gobierno y la monotemática nota en medios de comunicación y redes sociales están haciendo perder de vista cuestiones no menos importantes, como la agenda por la transparencia y anticorrupción–que comenzaba a poner bajo la lupa a la actual administración presidencial—; la amenaza del autoritarismo y el populismo; la crisis por la escasez de agua en los hogares salvadoreños; la violencia social y la inseguridad; y la debilidad de los sistemas de salud y de educación; entre los desafíos más relevantes.

Comenzado a ser cuestionado en distintos ámbitos de su gestión, el gobierno de Nayib Bukele tiene su oportunidad para desviar la atención, tratar de cubrir yerros y montar su performance. Pero el manejo de la crisis también está siendo cuestionado, sobre todo por organizaciones defensoras de derechos humanos, universidades, tanques de pensamiento, algunos medios de comunicación, un sector de la empresa privada y la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, a la que Bukele desprecia. Ojalá los aciertos en el manejo de la crisis (medidas de contención tempranamente aplicadas, alivio temporal del hambre de la población más vulnerable) terminen imponiéndose a los tantos desaciertos, por el bienestar de los salvadoreños y salvadoreñas.

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