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Guatemala:

Elecciones sin Estado de derecho e indiferencia internacional

 
 
Édgar Gutiérrez

 

El próximo 25 de junio se celebrarán elecciones generales en Guatemala. Será la décima convocatoria a las urnas desde que este país vecino sureño de México -ambos comparten aproximadamente 570 kilómetros de frontera terrestre- retornó a la vida democrática en 1986.

Están inscritos 23 candidatos presidenciales y corren 28 partidos políticos por 160 escaños en el Congeso de la República y 340 gobiernos municipales; seis van en coalición a la presidencia (cuatro conservadores y dos de izquierda moderada) y dos más quedaron descalificados, en medio de una polémica que aún no termina. Se trata, por un lado, de Thelma Cabrera, líder indígena, y Jordán Rodas, exDefensor del Pueblo, que representaban la opción de izquierda más definida y con opciones de poder, y, por otro, de Roberto Arzú, un populista conservador y crítico del establishment empresarial, hijo del expresidente Álvaro Arzú.

Nunca hubo tanta oferta electoral y, sin embargo, tan escasas opciones reales de elección. En general, la ciudadanía registrada para votar -9.3 millones- no conoce a la mayoría de los partidos ni sus candidatos. La mitad de los partidos surgieron en los últimos años y corren por primera vez. Uno de cada cuatro está definido como “partido satélite”, es decir, es obra del partido oficialista del presidente Giammattei -que no tiene chance legal de repetir el triunfo con su candidato presidencial- y los financia e infiltra sus candidatos a diputados con el propósito de reunirlos en el próximo Congreso y que le protejan las espaldas, pues teme correr la suerte del expresidente de Honduras, Juan Orlando Herández, extraditado hace un año a Estados Unidos, después de dejar el poder.

Abona a la confusión una controvertida decisión de los partidos de omitir en la boleta el nombre de los candidatos a diputados, bajo el argumento de que la elección no es nominal. Los críticos sostienen que estos partidos no quieren publicitar a sus candidatos impresentables, corruptos y narcos. Por si fuera poco en esta enorme fauna política, el periodo de campaña es de 90 días, insuficientes para que el común de los votantes se entere sobre quién es quién entre los postulados.

Pero ni siquiera eso es lo más grave. El problema serio es que, por primera vez, la ciudadanía le ha perdido confianza al Tribunal Electoral, y no es para menos. Los magistrados de este Tribunal han aplicado criterios discrecionales a la hora de impedir o permitir la participación de los candidatos. Por ejemplo, a algunos los marginaron porque presumiblemente violaron la ley al haberse dado a conocer en tiempos de veda electoral; pero otros, que de manera muy evidente levantaron costosas campañas anticipadas desde hace dos años, han recibido la palmadita en el hombro.

El Tribunal Electoral tampoco regula los gastos de campaña. Así que si esta fuera una carrera de automóviles, podríamos decir que el partido de gobierno y sus aliados van en Ferrari, mientras la tímida oposición corre a pie.

Unos candidatos fueron considerados no idóneos porque hay sindicaciones judiciales, la mayoría de las veces espurias en su contra, pero otros, por los mismos o más graves motivos están ya inscritos y en plena campaña. El público ha quedado asombrado porque conocidos narcotraficantes y responsables de la gran corrupción, sus familiares y operadores conocidos han tenido la venia del Tribunal. En cambio, los críticos más ácidos del sistema y del gobierno han quedado al margen.

Este es otro rasgo inédito en una campaña electoral en democracia: los candidatos de oposición temen criticar las actuaciones del gobierno y de sus aliados. Nadie habla de la persecución de fiscales, jueces y periodistas independientes. Y cuando un candidato -Edmond Mulet- se atrevió a hacerlo, fue amenzado por la fiscalía con ser descalificado y conducido a los tribunales por “obstruir la justicia”.

Todo se remite a un Tribunal Electoral no independiente e incompetente. En febrero pasado un diputado denunció en una estación radial que los magistrados del Tribunal recibían un sobresueldo ilegal por parte del presidente de la República, Alejandro Giammattei. Otras voces le hicieron eco precisando que este soborno era el equivalente a 5 mil dólares al mes desde diciembre de 2021 y que la fuente obsequiosa era el joven Miguel Martínez, pareja sentimental del presidente. Alguna de las misiones diplomáticas acreditadas en el país -agregó alguien más en off- recibió la misma denuncia pero con pruebas.

El Ministerio Público no ha movido un dedo para establecer la veracidad de los alegatos, pero lo cierto es que otra batería de decisiones del Tribunal continúa socavando su autoridad. Primero decidió contratar un dudoso servicio de transmisión y almacenamiento electrónico de los sufragios y dejó en manos de una empresa cuestionada su administración. Luego reemplazó el 90 por ciento de las Juntas Electorales Departamentales, que en todas las elecciones han resultado garantía de veeduría ciudadana.

Las Juntas Electorales avalan las estructuras ciudadanas que reciben los votos y los cuentan públicamente, y firman las actas dándoles valor legal. Si los números del sistema de cómputo -que se transmite en tiempo real el día de las elecciones- y las actas físicas no coinciden, la fuente válida son las actas. Ahora ambos sistemas esta vez parecen alineados, pues los nuevos integrantes inexpertos de las Juntas son trabajadores o representantes de empresas contratistas del Estado, o bien funcionarios públicos menores y abogados de políticos, es decir, tienen evidentes conflictos de interés, de acuerdo a una investigación de la coalición civil Mirador Electoral.

No significa necesariamente que habrá fraude electoral, pero sí que se han creado condiciones que vulneran la integridad del voto, al menos parcialmente. Por otro lado, está vulnerado el Estado de derecho. Durante los dos últimos años se han renovado todos los órganos de frenos y contrapesos del Estado y, por primera vez en casi cuatro décadas, se ha forzado el control de todos ellos desde las altas esferas políticas, con el presidente Giammattei y sus aliados del Congreso al mando.

El propósito de este alineamiento ha sido decretar un “nunca más” a una justicia independiente o fuera de control como la que aplicó la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), auspiciada por las Naciones Unidas, y sus contrapartes en las fiscalías y los tribunales. Esa justicia independiente demanteló entre 2007 y 2019 más de 70 estructuras complejas de corrupción y crimen, puso en la cárcel cinco expresidentes, decenas de congresistas, ministros y magistrados de justicia, así como medio centenar de empresarios del más alto nivel.

La justicia independiente convocó todos los miedos del establishment de corrupción y crimen, que entonces olvidó sus viejas rencillas internas, y se trazó una estrategia que ha cumplido rigurosamente en los últimos cuatro años: desmanteló la CICIG, capturó todo el sistema de justicia, persiguió a fiscales y jueces (unos 40 de ellos están en el exilio o procesados bajo cargos sin sustento, siendo víctimas de tratos crueles e inhumanos), así como a periodistas y líderes civiles y, acto seguido, abrió las cárceles a los corruptos. Durante el último año más de cien de ellos se reinstalaron en sus hogares, libres de cargos o con libertad provisional; algunos ya están hurdiendo nuevamente negocios corruptos con el Estado, otros financian copiosamente las campañas electorales de sus operadores y los demás están auto-postulándose para cargos públicos.

Las elecciones para estos grupos, denominados popularmente como el “Pacto de Corruptos”, serán la reafirmación de su impunidad durante los próximos cuatro años. Ciertamente están a la víspera de una nueva repartición de la torta y cada quien quiere la mejor y mayor porción, pero tampoco se desvelan por quién será el ganador si las exitosas reglas de impunidad están garantizadas.

Por ahora, una vez fuera de la contienda la líder indígena Thelma Cabrera y el empresario díscolo del sistema Roberto Arzú, quienes nunca faltan en todo tipo de encuestas son Zury Ríos -veterana diputada, ultraconservadora, vinculada a los militares retirados e iglesias neopentecostales, hija del general Efraín Ríos Montt- y Sandra Torres -exesposa del expresidente Álvaro Colom, tres veces candidata a la presidencia, que basa sus campañas en las transferencias condicionadas a las poblaciones empobrecidas-, ambas aliadas de Giammattei. En tercer lugar aparece Edmond Mulet, un candidato conservador más independiente. Y en las últimas semanas ha aparecido caminando a zancadas un outsider, Carlos Pineda, un finquero populista, que ha basado su campaña en las redes sociales (principalmente Tik Tok) y sobre quien aparecen publicaciones acerca de su supuesto linaje narco.

 

De ahí el dicho de: muchos candidatos para votar, pero muy pocos para elegir un camino distinto a lo que parece la ruta trazada por el “Pacto de Corruptos”, que es la reconfiguración de un Estado mafioso criminal en una zona sensible para la geopolítica mundial, que está en plena dinámica de ajuste convulsionado.

Estados Unidos, la potencia hegemónica en esta región, no parece tener respuestas eficaces ante la regresión democrática en Guatemala y en los otros países de Centroamérica. La administración Biden definió una política denominada causa-raíz para atajar las masivas migraciones irregulares, pero en la práctica está continuando -con una retórica distinta- la política de Trump.

Estados Unidos está partido literalmente en dos y sus clásicas instituciones democráticas y las sacrosantas libertades civiles están increíblemente bajo ataque de los radicales y populistas. Los demócratas han perdido el debate interno sobre las migraciones y acuden a Colombia y Guatemala como “terceros países seguros” en la práctica, para intentar contener las migraciones de Venezuela, Haití y Centroamérica, que se han desbordado.

 

Esto lo entiende muy bien el “Pacto de Corruptos” en Guatemala, que está dispuesto a darle aparentes éxitos a Washington, siempre y cuando les dejen avanzar en su agenda de captura mafiosa del Estado y de asfixia de la democracia, hasta que lo consuman. A diferencia de Nicaragua, la “dictadura corporativa” guatemalteca no causa escosores internacionales a Washington ni a Bruselas: está alineada con Ucracia ante la invasión rusa, y con Taiwán ante China.

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