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Reformas a mitad del sexenio y el futuro de la democracia
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PRESENTACIÓN

 

Elio Villaseñor Gómez

Director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A.C.

“Todos los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido

cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento”.

Nicolás Maquiavelo, en “El Príncipe”.

Estamos a escasos tres meses de que se cumplan tres años del inicio de la actual administración federal, encabezada por el presidente Andrés Manuel López Obrador. Frente a un comienzo lleno de promesas de solución radical y contundente de los principales problemas del país, los ciudadanos podemos refrendar, hasta ahora, una mitad de sexenio llena de claroscuros, en donde podemos encontrar acciones que seguramente traerán beneficios a un buen segmento de la población, vía transferencias de subsidios y apoyos en pecuniario a programas sociales. Pero también vemos políticas de gobierno que han perjudicado a ciertas regiones y sectores del país, por su forma de implementarlos.

A la mitad del camino del gobierno de López Obrador, cualquier balance apoyado en datos duros que se presente, confirmará la profunda división social y la polarización política de este gobierno en el que, en la consideración de analistas y opinión pública, sigue estando ausente una estrategia clara de control y contención de la pandemia del SAR-COV-2; no se crea el mínimo necesario de un millón de empleos al año; se prevé que la economía crecerá en promedio 2.5% y la inflación, el peor enemigo del bolsillo de las familias, rebasará la meta oficial del 3% +/- un punto porcentual; además de que las cifras de violencia e inseguridad se mantienen en tasas muy elevadas. Una lectura hecha a mitad del camino de la denominada Cuarta Transformación, es que los números no avalan buenos resultados en ninguna materia.

Como ya se ha planteado en este espacio, el ingrediente fundamental para avanzar en el país es crear un ambiente de confianza, en dónde cada uno de los actores ponga su inteligencia y su disposición para proponer e incidir en el diseño de las políticas públicas necesarias para enfrentar los desafíos actuales y futuros del país.

Sin embargo, en su lugar, lamentablemente, en el país atestiguamos cotidianamente el espectáculo mediático y la descalificación de unos contra otros. Esta es la raíz de la innegable polarización social y política, que se confirma en los medios y las redes sociales entre quienes defienden a la Cuarta Transformación (etiquetados como “chairos”) y quienes la critican (señalados de “fifís”, conservadores).

Otro terreno donde durante estos primeros tres años ha sido notoria la tirantez, es el de la relación del Poder Ejecutivo con sus contrapartes, el Legislativo y el Judicial, a cuyos integrantes el presidente se ha referido como “burocracia dorada”, “comparsas” del régimen de privilegios y, “floreros” a instancias de órganos autónomos, como el INE, el INAI o la CNDH

En ese marco, de entre las muchas aristas que hay para dibujar el panorama de la administración de Andrés Manuel López Obrador, la confrontación, la ausencia de diálogo y de acuerdos mínimos entre los distintos actores, constituyen la realidad más palpable y son el contexto nacional en el que el Jefe del Ejecutivo federal ha planteado tres iniciativas de reforma constitucional que, en su consideración, son necesarias para consolidar su proyecto de la Cuarta Transformación en la segunda mitad de sexenio. Esta son: una iniciativa para fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad (CFE), la segunda en materia electoral y la tercera, para incorporar la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).

Desde el punto de vista de un gran sector de la clase política y de la sociedad organizada, con los cambios que pretende consolidar el gobierno en turno, no se busca crear las condiciones mínimas para sacar adelante la otra agenda inaplazable del país. Por el contrario, en la visión de quienes dirigen a México, se busca establecer un nuevo régimen político y constitucional, en un escenario donde, además, se pretende revertir una serie de legados constitucionales y legales, que se consideran inconsistentes con su filosofía e ideología.

En dicho contexto, el gobierno del presidente López Obrador busca completar su obra constitucional con las reformas propuestas, de las que es preciso destacar el sostén del cambio planteado.

Con respecto a la Reforma Eléctrica que se presentará al Congreso este año, de acuerdo con lo dicho por el Mandatario federal, el cambio legal apunta a “fortalecer a la Comisión Federal de Electricidad (CFE)”, lo que constituye una prioridad para su gobierno, pues en su visión el actual esquema en ese sector constituye un “atraco” a la hacienda pública, afectada por los intereses de los particulares.

En el concepto del presidente, el cambio adelantado no contraviene a la Constitución. Sin embargo, lo preocupante es que se trata de una contrarreforma en el sector energético que, en aras de la soberanía energética, significaría regresar al monopolio del Estado sobre la electricidad, que caracterizó a los gobiernos de hace medio siglo. Además de que no responde a las actuales tendencias de generar energía mediante fuentes alternativas y limpias, que son la pauta a seguir en el mundo.

De la Reforma Electoral, que sería presentada el próximo año, destaca el propósito de renovar a los integrantes del Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE), así como a los miembros titulares de la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), con el propósito de sustituirlos por lo que el Jefe del Ejecutivo ha denominado auténticos ciudadanos honestos y demócratas, además de eliminar el sistema de cuotas partidistas en ambos organismos. Sin embargo, lo trascendente es que la propuesta presidencial implica que el INE pase a formar parte del Poder Judicial, con lo que el órgano electoral dejaría de ser un organismo autónomo.

Un cambio asociado a estas propuestas es el de eliminar la elección por principio plurinominal, lo que implicaría suprimir las 200 diputaciones y 32 senadurías que se eligen por dicho principio.

Sin embargo, no se ha planteado de manera concreta la disminución del financiamiento público destinado a los partidos políticos, el cual si bien es constitucionalmente legal, su monto aumenta año con año, incluso en periodos no electorales. Esto se debe a que dichos recursos se han convertido en un pastel en el que la mayor rebanada, por lo general, corresponde al partido mayoritario, tal como sucederá el próximo año, cuando se proyecta un monto de $5,833’000,000.00 de pesos, para ser entregados a los partidos políticos como financiamiento público.

Sobre el tema, diversas voces sugieren abrir un debate amplio y plural, para que una posible reforma electoral sea benéfica para la sociedad y para la democracia en México, siempre y cuando no se trate de volver al pasado por otros caminos y con otros nombres.

En ese plano, es preciso que desde la sociedad se libre una batalla en todos los terrenos, para defender la independencia de las instituciones electorales. Ello es crucial para anular toda teoría de la conspiración, la hipótesis del fraude electoral y la pretensión de construir una nueva institucionalidad deliberadamente hegemónica, no independiente, que se ponga a la vanguardia de un proyecto político.

La reforma tocante a la Guardia Nacional, que se prevé se envíe al Congreso en 2023, es presentada como una gran reforma en materia de seguridad pública y ciudadana, basada en la propuesta de que dicha corporación pase de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena).

Como se sabe, desde octubre de 2020 el presidente instruyó que la Sedena ejerza el control operativo de la Guardia Nacional. Pero la actual propuesta es algo más que eso, por ello requiere de una reforma constitucional. Ese cambio político conlleva, como ya se advierte tanto en lo interno como desde el exterior, una ruta a la militarización de la República, que es un contrasentido a la concepción republicana de garantizar la organización constitucional ciudadana de los derechos, de la integridad de los habitantes del país, al igual que de sus bienes y sus libertades constitucionales. Esto mismo aplica a la seguridad del territorio nacional, del gobierno y del Estado.

La propuesta es de gran calado y debería ser objeto de un debate público a fondo, puesto que, de concretarse, los militares tendrían en sus manos la Seguridad Pública (seguridad constitucional de la ciudadanía), la Seguridad Interior (seguridad de la integridad constitucional de las entidades federativas) y la Seguridad Nacional (seguridad del Estado). Esto es de suma importancia, pues la Seguridad, en todas sus modalidades, es la primera condición o razón de ser del Estado y del Gobierno.

En cuanto a los tiempos legislativos, es preciso destacar que tras los resultados de las elecciones del 6 de junio pasado, MORENA perdió la mayoría, por lo que resultará complicado aprobar las reformas, sobre todo en un Congreso dividido, donde los partidos tienen poco apetito por llegar a un consenso, y con un clima político en el que cada quien abona elementos discursivos que profundizan las diferencias y aumentan la propensión de sacar provecho de cualquier error, que se considerará no del adversario, sino del enemigo.

Y, si bien en la historia reciente del país quedó constancia de que la cultura política se reflexiona a la luz de la ciudadanización de la vida pública, con un clima como el descrito queda claro que quienes podrían “pagar los platos rotos” seríamos las personas ciudadanas, con riesgo de ser despojadas de cualquier instrumento de intermediación que permita proponer alternativas viables, a fin de enfrentar nuestra condición económica, de salud, laboral y de seguridad.

Por ello, a los miembros de la sociedad organizada no nos basta con que nos sigan ofreciendo buenos deseos, o la simple postura del ‘No’, cuando precisamente la ciudadanía ha sido parte esencial de la creación y desarrollo de órganos de participación capaces de encargarse de la gestión, supervisión y evaluación de los programas y de las políticas públicas, que crean un vínculo real entre las personas ciudadanas y las instituciones.

En esa línea, no se debe olvidar que la cultura cívica que impulsamos desde la década de los ochenta fue la de construir una ciudadanía con vocación de ofrecer propuestas, elaboradas a partir de nuestra experiencia en cada uno de los campos de acción en los que el quehacer ciudadano tiene presencia y acción efectiva. Esto, con la finalidad de lograr que el ejercicio del poder fuera sujeto a la transparencia y la rendición de cuentas.

Por ello, la gran disputa de la agenda legislativa, con reformas como la que propone el Jefe del Ejecutivo, no puede ser exclusiva de quien la controla, sino además debe ser objeto de debate, reflexión y propuesta por parte de todas las personas involucradas, a pesar del ambiente pleno de discordancias. La finalidad de ello es sentar las bases de un diálogo social, plural e incluyente, cuyo fin último sea la búsqueda de solución para cada problema nacional, y cuya definición sea el resultado de puntos de coincidencia entre los distintos actores.

En ese tenor, la agenda legislativa a debatirse en este y los próximos dos años, deberá ser un terreno propicio para complementar la discusión parlamentaria con la discusión pública. Esto supone la influencia de la opinión pública sobre las decisiones del legislador, como vía legítima de alcanzar la voluntad colectiva.

Es preciso que, desde ahora, todos los actores políticos y personas integrantes de la sociedad estemos convencidos de tener una gran oportunidad para construir las bases del país, a partir de los pilares de la confianza, la certidumbre y el interés común de todas y todos. Y tener presente que la discusión de tópicos como los que pretenden impulsar el presidente de la República y la fracción parlamentaria de su partido, MORENA, pertenece a la sociedad y no al Estado, pues la inclusión de la esfera deliberativa presupone la penetración de la sociedad en el Estado.

En ese sentido, no se trata de dejar a nadie atrás, sino de sumar las mejores propuestas y crear los caminos para avanzar en la solución de los temas más urgentes del país, sin perder la brújula que orienta el quehacer ciudadano y que le significa ser corresponsable en cuanto a los asuntos públicos. Estos no deben ser delegados ciegamente a las autoridades por la ciudadanía, sino que esta debe asumir a plenitud el derecho a ejercer vigilancia, a opinar y, sobre todo, a participar y decidir con respecto a los grandes temas de la Nación.

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