top of page
1. Escenarios y expectativas ante una nueva presidencia en Estados Unidosl
Morales_.jpg

Foto de Evan Vucci/AP

El fin del entendimiento oportunista AMLO-Trump y el regreso a una agenda bilateral compleja con Joe Biden

 
Isidro Morales Moreno

Escuela de Gobierno y Transformación Pública, Tecnológico de Monterrey

 

 

 

La relación estratégica de México con América del Norte conoció su momento cumbre en el periodo 2001 a 2009, es decir, durante la doble administración republicana de George W. Bush, las presidencias panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón, y los ministros Jean Chrétien, Paul Martin (liberales) y los primeros años de Stephen Harper (conservador).  Durante esos años, el TLCAN se constituyó en el pacto económico a partir del cual se profundizarían las cadenas de valor a nivel continental en industrias clave como la automotriz, la maquinaria y la electrónica, a la vez que Canadá y México se consolidaron como abastecedores estratégicos de recursos naturales y productos agrícolas para los Estados Unidos.

Paralelo a ello, Washington instrumentó lo que entonces se llamó la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de la región (ASPAN), con la cual Canadá y México formaron parte del nuevo perímetro de seguridad del territorio estadounidense (el homeland), en la llamada “Guerra contra el Terror” inaugurada por George W. Bush a raíz de los ataques terroristas a las torres gemelas de Nueva York, el 1 de septiembre de 2001. Desde entonces, la movilidad, tanto material, humana y cibernética se sometió a los imperativos de la seguridad, con la puesta en marcha de las “fronteras inteligentes”. Con esta doble alianza, económica y de seguridad continental, los líderes de las tres naciones de América del Norte buscaron fortalecer la “competitividad” económica de la región, así como reducir el riesgo ante amenazas comunes, como en ese entonces se consideró al terrorismo.

La derogación de la figura del diputado migrante envía un mensaje desalentador e implica, en los hechos, la negación de los derechos a un sector importante del país. Solo son bienvenidas sus remesas y otras contribuciones en el campo de la educación y la cultura, pero se les niegan sus derechos, ampliamente reclamados, para participar en la tomas de decisiones sobre el rumbo de las políticas públicas en México.

Frente a esta triste historia, no queda más que mantener la lucha y rechazar este retroceso, este golpe a la democracia en la Ciudad de México, que excluye e impide el goce pleno de los derechos a una parte de sus ciudadanos

Este doble pacto empezó, sin embargo, a resquebrajarse con el fin de la administración Bush en los Estados Unidos y con la rotación política que se dio también tanto en México como en Canadá. Barack Obama, a pesar de haber mantenido las cumbres de jefes de Estado trilaterales que habían caracterizado a la alianza norteamericana, privilegió las relaciones bilaterales con cada miembro, en un momento en que la crisis financiera de 2007-2009 cuestionó las ventajas de los acuerdos comerciales hasta entonces pactados, sobre todo por parte de los sindicatos estadounidenses, y el incremento de la migración indocumentada mexicana aceleraba una militarización de la frontera sur de los Estados Unidos. Por su parte, el gobierno de Harper impuso visas a los turistas mexicanos, alegando que muchos de ellos abusaban de su generosa política de asilo.  El momento anticlimático de la alianza norteamericana llegó sin duda cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca, con un discurso abiertamente en contra del TLCAN y antimexicano, que obligó a los tres países a negociar un nuevo acuerdo comercial, el Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC).

Trump y sus cuestionamientos a los fundamentos de la alianza trilateral

Con Donald Trump, los fundamentos que habían alimentado la alianza trilateral se vieron seriamente cuestionados. De acuerdo con su discurso, la integración comercial entre los tres países no contribuía a elevar la competitividad de la región frente a otros bloques y terceros países, sino que, por el contrario, había ido en detrimento de la balanza comercial y de la creación de empleos en su país. A su vez, migración y narcotráfico no se consideraban como problemas comunes, sino amenazas a la propia seguridad nacional estadounidense. De ser socios estratégicos, Canadá y México se convirtieron en socios incómodos.

Ante semejante cambio de narrativa, la administración de AMLO optó por un aislacionismo “soberanista” con el fin de evitar cualquier confrontación con las provocaciones de Trump. Enarbolando los viejos principios de no intervención que caracterizaron a la política exterior mexicana de los años 1950 y 1960, AMLO y su equipo evitaron pronunciarse sobre las presiones a que se vieron sometidos en materia de migración y seguridad desde que llegaron al poder. Se entabló así una suerte de luna de miel artificial entre ambas administraciones cuyo clímax fue, sin duda, la visita de AMLO en julio de 2020, con motivo de la puesta en marcha del T-MEC, y cuando Trump había iniciado ya su campaña para la reelección presidencial. Durante la visita no se mencionó ninguno de los temas espinosos de la relación bilateral: presiones arancelarias para que México militarizara su frontera con Guatemala; confinamiento de indocumentados no mexicanos en la frontera con México, en espera de recibir una respuesta a su situación (ya sea de asilo o repatriación) por parte de las autoridades migratorias estadounidenses; temores crecientes por la violencia del crimen organizado, cuyos operativos Trump insinuó en considerarlos como actividades terroristas.

Por su parte, el titular de la Casa Blanca aprovechó el discurso meloso de AMLO para ganarse el voto mexicano e hispano en la contienda electoral.  A cambio, bajaría el tono sobre los migrantes y bienes ilícitos provenientes de México y evitaría pronunciarse sobre algunas de las políticas públicas que han dividido a la sociedad mexicana, como la militarización creciente del país, la falta de un proyecto nacional de recuperación económica ante la pandemia del COVID-19, el freno a las inversiones privadas en energías renovables y el manejo abiertamente político -y no conforme a derecho- de su lucha contra la corrupción. El gran ausente en dicho encuentro fue Justin Trudeau, quien abiertamente había manifestado sus diferencias con Trump, sobre todo ante sus intentos por hacer del proteccionismo un arma de presión política.

Todo parece indicar que AMLO no pudo rechazar la invitación ofrecida por Trump para celebrar en Washington la puesta en marcha del T-MEC, a pesar de que el mismo Trudeau se rehusara a ir. Fue, si se quiere, el precio pagado para neutralizar un discurso antimexicano en un momento en que ya se había iniciado la campaña de reelección de Trump, y durante la cual se temía que el mandatario estadounidense volvería a rematar contra los mexicanos con el fin de reanimar a su clientela política. Solo así se puede entender el discurso embelesado que el ejecutivo mexicano ofreció a su homólogo, poniendo en sordina todas las presiones a las que su administración se ha visto sujeta por parte de Washington.  Este entendimiento interesado se volvió sin embargo tóxico, pues mandó el mensaje de que el presidente mexicano se inclinaba abiertamente por la reelección de Trump. Reelección a la que puedo haber apostado, sin duda, si es cierto lo que aconsejó con anterioridad a su homólogo argentino, en el sentido de que la permanencia de Trump le aseguraba un manejo más libre para sus prioridades políticas internas (Stott y Webber, 2020).

Es muy probable que, aunque Trump se hubiera reelegido, su entendimiento oportunista con México hubiera sufrido cambios. El embajador Christopher Landau ya había manifestado su preocupación por la incertidumbre que pesaba sobre las inversiones privadas en materia energética, y la captura en California del general retirado Salvador Cienfuegos por presuntos cargos criminales, y después devuelto a México para que ahí se le abriera un proceso, había cimbrado la credibilidad de la política de seguridad seguida por AMLO, cuya Guardia Nacional se ha sostenido en el ejército. Con el triunfo de Joe Biden, el gobierno mexicano se verá sin duda obligado a rediseñar su estrategia de política bilateral.

Tres banderas de Biden en su presidencia

Joe Biden llegará a la Casa Blanca, en enero de 2021, con tres banderas que lo llevaron al triunfo: democracia y derechos humanos; respeto de los derechos laborales en los tratados comerciales y reanimación posCOVID de la economía estadounidense con el impulso decisivo de las energías libres de carbón. Dichas banderas tendrán sin duda su alcance internacional. En materia de democracia, Biden ya ha manifestado su preocupación por la manera en que Trump ha dañado el proceso electoral de su propio país -al impugnarlo por fraudulento sin haber presentado ninguna evidencia-, así como la fragilidad de los derechos humanos que prevalece en China.

Eventualmente dicha preocupación podría abarcar a México, cuya política de seguridad y de combate a la corrupción ha afectado también derechos fundamentales. En materia laboral es probable que la Cámara baja del Congreso estadounidense, que seguirá dominada por los demócratas, siga más de cerca las condiciones pactadas en el TMEC, en donde se acordó el funcionamiento de tribunales expeditos en caso de que derechos fundamentales de los trabajadores -como el de libre sindicalización- se vean afectados. Dichos tribunales fueron concebidos por los mismos demócratas como un requisito para aprobar el texto final del TMEC, ante sus dudas sobre el futuro de la reforma laboral mexicana. En materia energética se prevén aún más desencuentros, ya que el proyecto de acelerar la descarbonización de la económica estadounidense por parte de Biden irá a contracorriente de la recarbonización del sector eléctrico efectuada por la administración AMLO, a pesar de la capacidad instalada ya existente en materia de energía renovable.

Hasta qué punto Biden podrá articular una nueva agenda trilateral norteamericana, es difícil de saber. Su capital político se destinará sobre todo para revertir las grandes divisiones sociales, ideológicas, étnicas y culturales que aquejan a la sociedad estadounidense, y que Trump se encargó de profundizar. Tendrá además que poner en marcha una nueva estrategia de salud pública para frenar los estragos de la pandemia, así como un plan de recuperación económica que reduzca los costos de la recesión. Pero es justamente en estas dos áreas en que podría abrirse una nueva era de cooperación continental. Como se sabe, el cierre parcial de las fronteras territoriales de Estados Unidos con sus dos socios, debido a la pandemia, se ha manejado bajo criterios estrictamente nacionales. Esto ha generado fricciones en los criterios para la reapertura, sobre todo en aquellas industrias que Washington considera como estratégicas pero que no necesariamente lo son para sus socios norteamericanos. Coordinar la apertura de fronteras, con criterios que reflejen los intereses de los tres países, podría ser un área de oportunidad para ir restableciendo una política de cooperación regional. El manejo de las fronteras irá ligado, además, a las estrategias de recuperación económica que se perfilen con una nueva administración demócrata. Dado que el comercio de bienes y servicios tanto de Canadá y México están altamente concentrados en los mercados estadounidenses, la recuperación de estos últimos dependerá también del acceso sin trabas de los insumos provenientes tanto de Canadá como de México, sin temor a ser frenados por consideraciones de “seguridad nacional” u otro tipo de barrera proteccionista.

Referencias:

Stott, M., Webber, J. (2020). “Latin America fears tougher treatment under Biden”, Financial Times, October 31.

bottom of page