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2.  La creciente omnipresencia militar en México
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Foto de Eliana Gilet/Sputnik

Derechos humanos: la realidad del acceso a la justicia frente al discurso

Adazahira Chávez

Centro Prodh A.C.

 

 

 

Hemos llegado a la mitad del sexenio de Andrés Manuel López Obrador. Hace tres años, las promesas de cambio de régimen hechas en la campaña por la coalición que hoy gobierna encontraron campo fértil en una sociedad severamente agraviada no solamente por la corrupción, sino también por una crisis de violencia y violaciones a derechos humanos que tomó dimensiones nunca vistas, debido en buena medida a la militarización de la seguridad pública que inició en el calderonismo y que continuó, sin cambios relevantes, en la administración de Peña Nieto.

Como era de esperarse, los actores de derechos humanos -no solamente las organizaciones de la sociedad civil, sino los colectivos de víctimas que han ido creciendo en número, geografía e influencia- no fueron ajenos a estas expectativas. Muchísimas personas, como parte de este campo social que desde décadas atrás ha luchado por la democracia, esperaban un cambio radical a favor de las víctimas y de la justicia.

Tres años después, este cambio no ha ocurrido. Pese a la adopción de algunas medidas que iban en el sentido correcto a inicios del sexenio, se han venido acumulando después decisiones preocupantes: militarización de la seguridad y otros aspectos de la vida pública civil; proyectos de desarrollo en territorios indígenas sin consulta y que pretenden saltarse incluso las normativas vigentes; retórica contra la sociedad civil; debilitamiento de la CNDH; pérdida de instrumentos presupuestales para atención victimal; y una visión marcadamente punitivista de la justicia penal, principalmente a través del incremento del catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa.

   

Lejos de las declaraciones triunfalistas que una y otra vez aseguran que en México ya no se violan derechos humanos, la realidad muestra lo contrario. En lo que va del sexenio, se han registrado más de 20 mil personas desaparecidas; los índices de homicidios no han registrado un descenso significativo; el desplazamiento no se detiene; y la tortura se sigue cometiendo de manera generalizada e impune. Además, las fiscalías no fueron reformadas a profundidad y siguen representando una de las deudas más grandes para con las víctimas.

Así, las perspectivas para las víctimas y para el acceso a la justicia no se vislumbran positivas. Conviene examinar más de cerca un aspecto de esta realidad para entenderlo así y constatar, al mismo tiempo, la distancia entre el discurso y ésta: la continuada crisis de desaparición de personas.

 
Las personas desaparecidas y el Banco Nacional de Datos Forenses

Sin duda, uno de los problemas más graves para los derechos humanos en México es el referido a la desaparición de personas. De acuerdo con registros oficiales, en este país hay más de 90 mil personas desaparecidas y más de 50 mil cuerpos sin identificar. Se trata, hay que insistir siempre, de cifras sin parangón en el continente.

La tragedia humana de la que hablamos es inconmensurable: cada desaparición es un microcosmos de dolor, que deja lastimada de manera indeleble a una familia, a una comunidad. Cada desaparecido, cada desaparecida, es única para sus seres queridos que le buscan; su ausencia, es una oquedad que nada llena.

En este contexto y ante la inacción del Estado, son centenares de familias las que han debido abandonar su vida para dedicarse a realizar las labores que corresponden a las autoridades, como la búsqueda en campo.

Este impulso amoroso y generoso de las familias para encontrar a quienes les faltan ha dado lugar a importantes cambios legislativos e institucionales desde que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad logró la aprobación de la Ley General de Víctimas.

La Ley General en Materia de Desaparición Forzada de Personas, Desaparición Cometida por Particulares y del Sistema Nacional de Búsqueda de Personas es ejemplo de ello. Nacida luego del inédito reclamo social por la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, esta Ley dispuso la creación de una serie de mecanismos e instituciones para la efectiva búsqueda de las decenas de miles de personas desaparecidas, y para la identificación de los restos humanos.

Todavía en el sexenio peñista, se comenzó con una errática implementación de lo mandatado por la norma. Con la llegada del nuevo gobierno y con nombramientos acertados en áreas clave para atacar esta problemática, se hizo notar un impulso más decidido. Así, desde la Secretaría de Gobernación, se han realizado acciones importantes como la creación del Mecanismo Extraordinario de Identificación Forense; la publicación del Protocolo Homologado de Búsqueda de Personas; y la creación de centros regionales de identificación humana.

Sin embargo, las familias -que desgastan su economía y arriesgan su vida en la búsqueda- siguen viviendo una tragedia permanente: a la fecha, no hay un andamiaje institucional que les asegure que los miles y miles de restos que rescatan de la tierra, de pozos, de ríos, de construcciones abandonadas, puedan ser identificados alguna vez.

Sin identificación de restos, ¿dónde queda la verdad? ¿Cómo saber quién fue esa persona? ¿Cómo se le dará un poco de paz a las familias para hacer un proceso de duelo?

En esta cuestión, la Fiscalía General de la República tiene una gran responsabilidad. Aunque la Ley en materia de desapariciones le impone obligaciones muy concretas, la institución nacional ha sido omisa en su responsabilidad de crear el Banco Nacional de Datos Forenses (BNDF), herramienta que debe concentrar la información forense con fines de identificación, incluyendo la genética, de los registros de las entidades federativas y de los federales, así como del Registro Nacional de Personas Fallecidas No Identificadas y No Reclamadas.

La indolencia de la Fiscalía General de la República

El BNDF debió comenzar a operar en enero de 2019, al cumplirse un año de la entrada en vigor de la Ley General. Tres años después de la fecha límite, esta herramienta indispensable continúa sin existir y la Fiscalía no muestra ningún indicio de disponerse a cumplir con su responsabilidad con la celeridad a que obliga la crisis que enfrentamos. En los hechos, las afirmaciones -incluso presidenciales- sobre la prioridad que se iba a dar a la atención de esta problemática, no modificaron un ápice las inercias de lentitud y negligencia que caracterizan la atención de las fiscalías -comenzando por la general de la República- desde hace dos sexenios. En este rubro, nada se ha transformado.

La indolencia de la FGR ante las personas desaparecidas no es nueva. Baste recordar que también presionó fuertemente para que, en la aprobación de su nueva ley orgánica en abril del año pasado, la institución tuviera menos responsabilidades de coordinación para la búsqueda de personas, menos rendición de cuentas y menor participación de las familias en los procesos.

Con una impunidad que ronda el 98%, con una fiscalía que no se reformó de la manera necesaria para realizar eficazmente las investigaciones y que, además, no cumple con sus obligaciones, las posibilidades de localización, identificación y justicia para las personas desaparecidas son prácticamente nulas. En su reciente visita a México, el Comité de la ONU para las Desapariciones Forzadas señaló que este coctel hace que la desaparición en México se acerque al paradigma del “crimen perfecto”.

Ante ello, nuevamente las familias son quienes ponen el esfuerzo para poder sacar adelante los mecanismos necesarios. Olimpia Montoya, hermana de un joven desaparecido en Guanajuato, interpuso con el acompañamiento del Centro Prodh un amparo contra la Fiscalía General de la República por la omisión de crear el BNDF.

El 31 de diciembre de 2021, el Juzgado de Distrito Décimo Primero en materia administrativa en Ciudad de México admitió el recurso, en el que Olimpia reclama diversas afectaciones a su derecho a la verdad y justicia.

De prosperar el recurso, ordenando a la FGR la creación del Banco, miles de familias se verían beneficiadas. De lo contrario, se les estará condenando a una búsqueda infructuosa, violando sus derechos y contribuyendo a la persistencia de la crisis de desapariciones e impunidad.

El caso del BNDF ilustra con precisión que, para atender en serio la crisis de derechos humanos, hacen falta políticas públicas decididas y transformaciones institucionales que vayan a la raíz del problema; presupuestos que aseguren los recursos materiales y humanos para el correcto funcionamiento del andamiaje institucional; y coordinación entre las instituciones. Sin estos elementos, las declaraciones triunfalistas sólo se alejarán cada vez más de una realidad en la que, tristemente, continuará campeando el dolor que causan las desapariciones.

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