
No se trata
solo de migrantes: se trata de nuestra humanidad
Mensaje de los obispos mexicanos con motivo del acuerdo entre México y los Estados Unidos en materia arancelaria y política migratoria
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1. MUJERES EN MÉXICO: SUS LUCHAS CONTRA TODAS LAS VIOLENCIAS Y DESIGUALDADES
1. Panorama general y regional de las campañas electorales

Foto de Luis Alberto González Arenas. Instagram: @luisinius
La sociedad civil ante la elección de 2021
Alberto J. Olvera
Universidad Veracruzana
México vive una coyuntura de excepcional importancia histórica: en las elecciones parlamentarias federales y locales de junio de 2021 se disputa la profundización o el temprano agotamiento del proyecto político del presidente Andrés Manuel López Obrador. Esta batalla se despliega en el contexto de las terribles crisis simultáneas, económica y sanitaria, creadas por la pandemia de COVID-19, que han sido especialmente mal manejadas por el gobierno. Más de 315,000 muertos oficialmente reconocidos hasta marzo de 2021 convierten a México en el tercer país con más fallecimientos por la pandemia en el mundo. El PIB cayó -8.5% en 2020, y el nivel de PIB per cápita que había en 2018 se recuperará, en el mejor de los casos, en 2024. La pobreza ha aumentado en 10% por lo menos, y más de la mitad de la población se encuentra en esa condición[1]. El gobierno mexicano es uno de los pocos en el mundo que no aplicó ninguna medida anticíclica para apoyar a los trabajadores desempleados y a las pequeñas y medianas empresas en quiebra. La vacunación avanza con una lentitud exasperante.
A casi tres años de iniciado su gobierno, ha quedado claro que el proyecto de López Obrador conduce a la construcción de un régimen populista-nacionalista con completa concentración del poder en el Ejecutivo, lo que O’Donnell llamaría una “democracia delegativa”. Los otros poderes de la Unión y niveles de gobierno están siendo crecientemente controlados por el presidente. Avanza la militarización, la polarización y la intolerancia.
La gravedad del escenario político exige caracterizar correctamente el tipo de régimen que se está construyendo. Hasta ahora la mayor parte de la población no entiende lo que está pasando, sufre aterrada una crisis sanitaria y económica terrible, y padece una respuesta estatal precaria y limitada, como siempre ha sido. Al mismo tiempo, escucha a un presidente que todos los días repite que está de su lado y que, en realidad, quienes lo critican atacan la esencia justiciera de su proyecto. No es necesario juzgar la sinceridad de las intenciones presidenciales, basta con observar lo que sucede en el terreno. Se trata de un gobierno incompetente, que impulsa políticas públicas propias de una época pasada, -especialmente el desarrollismo en el sureste-, que improvisa las decisiones y que ha destruido las instituciones de un Estado en efecto corrupto y neoliberal, sin construir otras que puedan sustituirlas. De hecho, AMLO ha construido un Estado paralelo al existente a través de la militarización, no sólo de la seguridad pública, sino de la administración pública en cada vez más áreas del gobierno. A la vez, mediante la creación de la figura de los superdelegados en los estados de la república, el gobierno federal ha ido cercando a los gobernadores, quitándoles manejo presupuestal, autoridad y hasta redes clientelares. El “Estado en la sombra” de López Obrador es, en sí mismo, un riesgo autoritario que hay que denunciar, pero no es el único rasgo preocupante.
La destrucción del sistema de salud, la desaparición fáctica de la Secretaría de Gobernación, la ausencia de una política educativa digna de ese nombre y, en general, la improvisación y las ocurrencias de todos los días nos indican que carecemos de un gobierno profesional y lo que es más grave, de un proyecto coherente. Lo que tenemos ahora es un Estado crecientemente disfuncional, cuyos vínculos con la sociedad se limitan cada vez más a una relación de obediencia o de dependencia. La polarización sirve como distractor de un gobierno básicamente fallido.
Corresponde a la sociedad civil resistir estos esfuerzos autoritarios, empezando por llamar por su nombre a estos procesos de destrucción institucional y de imposición de la voluntad de un solo hombre. El temor a criticar a quienes mandan, ha vuelto como en los tiempos del régimen autoritario. Este temor es la primera enfermedad que hay que curar. La crítica tiene que ganar espacio de nuevo, no sólo en los círculos intelectuales donde no se ha perdido del todo, ni tampoco en los círculos periodísticos de la pequeña élite urbana que accede a los medios de comunicación profesionales y serios. A donde hay que llevar la crítica es a los sectores populares, a los jóvenes, en donde los debates propios de los sectores educados no se escuchan y donde la lucha por la sobrevivencia agota todas las energías de una población desesperada. Es en esta separación entre la crítica de las élites intelectuales y la vida diaria de la inmensa mayoría de los ciudadanos, en donde radica el poder de cualquier régimen con tendencias autoritarias. El presidente tiene el monopolio de la voz pública a través de sus mañaneras y contra eso no hay manera de competir.
Por tanto, el reto es gigantesco y consiste en encontrar las maneras de transmitir opiniones críticas a quienes ya viven en carne propia la dura experiencia de un acceso a la salud cada vez más deficiente, de una educación paralizada, de la pérdida de empleo e ingresos y donde las alternativas de sobrevivencia en la economía informal han ido desapareciendo gradualmente.
Hay que empezar por demostrar que las soluciones ofrecidas por el presidente para superar la descomposición moral y política causada por los gobiernos de la transición no son suficientes. La corrupción generalizada y la frivolidad del gobierno de Peña Nieto explican el triunfo de López Obrador en 2018. Pero AMLO interpretó la corrupción como la consecuencia de la degradación moral de la clase política y no como un problema sistémico, anclado en instituciones y prácticas firmemente establecidas en el orden político. Al convertir la corrupción en un problema moral, López Obrador pudo ofrecer una solución muy sencilla: bastaba con que hombres rectos y honestos gobernaran. Junto a este paradigma propio de un pensamiento religioso y no de un diagnóstico objetivo, vino una segunda hipótesis explicativa: la corrupción moral se extendía a todas las élites mexicanas, empresariales, políticas, intelectuales, artísticas y periodísticas. Nadie quedaba a salvo de la omnipresente corrupción y por tanto, combatirla implicaba la destrucción de todas las élites y la concentración absoluta del poder en las manos del presidente, cuyo ejemplo y decisiones pondrían límites al abuso sistemático que habían cometido las élites en su conjunto. Por ello, la política sólo podía pensarse como una disputa entre amigos y enemigos, donde los enemigos eran todas las élites y los amigos eran los políticos fieles al presidente y el llamado “pueblo bueno”, es decir, las personas que no exigen nada al gobierno ni participan en la vida pública, sino que esperan y aceptan pasivamente los subsidios que les otorga el presidente. Un “pueblo bueno” no compuesto de ciudadanos dotados de derechos, sino un pueblo aclamatorio.
Estamos, así, ante un concepto y práctica de la política típicamente populista que conlleva el riesgo de una regresión autoritaria. Esto no significa que los actores políticos de la transición, a saber el PAN, el PRI y el PRD, sean defendibles o salvables. Al contrario, esos partidos merecen todo el descrédito que sufren, y no constituyen alternativas viables para combatir al autoritarismo emergente. Ninguno de esos partidos ha hecho un mea culpa, ni ha asumido la responsabilidad que le toca en el colapso del orden de la transición y ni siquiera se han tomado el trabajo de renovar a sus dirigentes. Carecen de credibilidad, de liderazgo, de legitimidad y de ideas. A cada crítica que esos partidos hacen al presidente López Obrador este les opone fácilmente un ejemplo de cómo esos mismos partidos pusieron en práctica los pecados que le señalan al Ejecutivo. En suma, carecen de autoridad moral. Es este vacío el que aprovecha López Obrador para imponer sus decisiones sin contrapeso alguno.
Las defensas contra la deriva autoritaria se centran en tres ejes: las instituciones autónomas y el poder judicial, en el terreno del Estado; los movimientos sociales en el ámbito de la sociedad civil; y en el ejercicio de un voto de castigo, en el contexto electoral.
Los órganos autónomos están siendo controlados gradualmente en un proceso de colonización que tiene dos vías: el nombramiento de fieles a la 4T en los cargos directivos y el ahorcamiento presupuestal. Es difícil defender a esos organismos porque también fueron colonizados por los partidos políticos ya mencionados. Carecen de credibilidad en la mayor parte de los casos y se han alejado de los orígenes que tuvieron en la sociedad civil. No obstante, el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INEI), siguen siendo instituciones claves para evitar la completa deriva autoritaria del régimen. El poder judicial está a prueba, en un contexto en el que el presidente ha forzado, a sabiendas, una reforma legal que viola la constitución.
Ahora bien, dado que esas instituciones no pueden detener por sí mismas el proceso de regresión autoritaria, es importante que la sociedad civil asuma un rol mucho más protagónico en la resistencia a ese proceso. Las organizaciones civiles profesionales dedicadas a la investigación y a la incidencia son un sector de la sociedad civil que ha jugado un papel muy importante en la transición hacia la democracia, así como en la creación de instituciones como el IFE y el INAI. Sin embargo, el problema que se observa en estas organizaciones civiles es que durante la transición se acostumbraron a llevar a cabo únicamente la política de la influencia. Se trata una política de lobby ante los poderes Ejecutivo y Legislativo, básicamente a nivel federal, una labor en la cual se fueron especializando las organizaciones civiles. Sus vínculos con actores y movimientos sociales se fueron debilitando. Las ONG de investigación se convirtieron en organismos técnicamente sofisticados y políticamente influyentes en la esfera pública, pero desconectados de la sociedad.
Este sector no ha podido adaptarse a las nuevas circunstancias políticas y una buena parte de sus cuadros carece de las capacidades para pasar de la política de la influencia a la política de la movilización. Pero cumplen una función importantísima en este momento: documentar el desastre sanitario y económico y la continuidad de la crisis de derechos humanos. Están demostrando que el actual gobierno no es mejor que los anteriores y, en varios sentidos prácticos, es peor.
Ahora bien, en la fase de agotamiento del régimen de la transición surgieron movimientos sociales de nuevo tipo, nacidos de las bases y que cuentan con características muy diferentes a las acostumbradas hasta antes del inicio del nuevo siglo. Los movimientos feminista y estudiantil de nuestro tiempo, rompen con la lógica de la acción colectiva propias de los movimientos tradicionales y aún con la idea misma de la representación. No articulan demandas específicas, salvo en raras ocasiones, sino que hacen demandas generales que implican una transformación de la cultura y de las prácticas de relación entre el Estado y la sociedad. Las feministas han creado un movimiento absolutamente transgresor, no sólo en relación con el Estado, sino al interior de las estructuras patriarcales en el Estado y en el seno de la sociedad misma.
Hace años que no se gesta un movimiento estudiantil de alcance nacional. Sin embargo, diversas formas de activismo estudiantil estaban en ciernes antes de que la pandemia obligara al cierre de las universidades. Se estaba colocando en la agenda pública el delicado tema de la democratización de las universidades públicas y privadas y una crítica a la lógica aparentemente meritocrática con las cuales se administran. Este movimiento criticaba las graves limitaciones de oferta de educación superior que se traducen en restricciones de ingreso; la mala calidad de la docencia, el envejecimiento de la planta académica y las dificultades de su renovación, la carencia de relación entre las capacidades enseñadas en las escuelas y las demandas del mercado, y en general el sentido de alienación del sistema de educación superior, con respecto a la sociedad a la que se debe. Este movimiento puede renacer en cualquier momento y no hay por ahora mecanismos para lidiar con demandas estudiantiles complejas, cuya atención rebasa las capacidades de la clase política y de las autoridades educativas.
Por otro lado, el movimiento de colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada, coloca el dedo en la llaga del actual gobierno: la continuidad de la impunidad, del poder criminal y de la ausencia de Estado en materia de seguridad en la mayor parte del territorio. Contra la narrativa oficial que busca hacernos creer que la militarización de la seguridad pública está ofreciendo una alternativa de control de la criminalización de la vida, estos colectivos nos recuerdan a todos los mexicanos que el problema sigue ahí y que el Gobierno actual no ha cumplido sus promesas de atender el problema de los desaparecidos, disminuir la violencia criminal y recuperar el control del territorio.
Estos movimientos sociales no son cooptables, puesto que no se puede negociar con ellos. No hay un liderazgo unificado ni demandas concretas que puedan ser atendidas parcialmente. No es extraño que el presidente López Obrador no los entienda y los denuncie como “instrumentos de sus enemigos”.
En una circunstancia semejante se encuentran los diversos movimientos ecologistas, caracterizados por su dispersión temática y geográfica, y por su heterogeneidad social y política. Pero la resistencia legal y política planteada por múltiples grupos y organizaciones ecologistas se ha convertido en la principal piedra en el zapato de los megaproyectos desarrollistas de la 4T en el sureste mexicano, que por cierto son inviables en sus propios términos. El desarrollismo del actual gobierno es propio de los años del echeverriato y enfrenta la resistencia difusa de un movimiento que tiene ya 30 años en desarrollo. La resistencia indígena a megaproyectos y en defensa de su autonomía, tiene una gran presencia territorial, una autoridad moral y política notables y ha logrado concitar apoyos en otros sectores de la sociedad civil. En México los pueblos indígenas están en una posición defensiva puesto que carecen de poder organizacional y de representación social y política, pero resisten y reclaman la solidaridad de otros sectores de la sociedad.
Para contrarrestar las tendencias autoritarias del actual Gobierno es necesario construir un frente social que conjunte las resistencias, hasta hoy dispersas, de los movimientos sociales. Eso sucederá o no, sin que nadie pueda predecir su ocurrencia ni sus efectos. En los procesos electorales suelen expresarse de forma sorpresiva los enojos de la sociedad. Lamentablemente, los mexicanos no tenemos alternativas por quién votar y por tanto, nuestra opción es taparnos la nariz y votar por opciones en sí mismas impresentables, pero que por ahora pueden servir para contrarrestar el poder autoritario in crescendo al que nos enfrentamos. Ahora bien, esto no resuelve el problema de fondo porque aún en la hipótesis de que los viejos partidos que han causado el actual colapso puedan recuperar algún poder y ejercer algún contrapeso al gobierno, el problema de la crisis de representación que objetivamente existe en este país no se habrá resuelto. Y no hay forma de resolverlo a corto plazo, puesto que las leyes electorales fueron hechas para evitar que se formen partidos alternativos. Las candidaturas independientes fueron diseñadas en forma tal, que es casi imposible que cumplan los requisitos exigidos por la ley. Los partidos locales que se han creado, son simples extensiones de sectores desplazados de la clase política. El vacío de representación no se resolverá ahora ni en el 2024 y por tanto en México enfrentamos el alto riesgo de la consolidación del actual gobierno o bien de su colapso, para ser sustituido por una versión peor de lo que ya tuvimos antes de la 4T. Si queremos evitar esa triste alternativa tendremos que imaginarnos muy pronto la forma de articular movimientos sociales locales, regionales y nacionales que sean capaces de hacer escuchar la voz popular a la clase política en su conjunto, y no sólo al actual gobierno.
Notas
[1] Ver Héctor Nájera y Curtis Huffman, 2021. Informe Postpandemia de la Pobreza en México, Programa Universitario de Estudios del Desarrollo de la UNAM.