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2.  Grandes retos en la lucha contra la impunidad
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Foto de FGR.

Fiscalía General de la República: una fiscalía que se aferra al pasado

 
Ana Lorena Delgadillo Pérez
Eduardo Rojas Valdez

Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho

 

 

La Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República, publicada el 14 de diciembre de 2018, fue producto de un ejercicio democrático con pocos precedentes en este país y en América Latina, en el que legisladores, servidores públicos, colectivos de víctimas, académicos e integrantes de la sociedad civil participaron intercambiando opiniones y experiencias, a fin de diseñar un ordenamiento que permitiera transitar a un nuevo modelo de procuración de justicia, que suponía una apuesta en la lucha contra la impunidad que al día de hoy sigue azotando a nuestro país. No es frecuente tener un ejercicio de esta naturaleza sobre una ley de una fiscalía. En México se dio, lo que debería ser una buena práctica a compartir.

Cuando se estructuró la primera Ley Orgánica de la FGR, no se trataba de maquillar la regulación en torno a la Procuraduría General de la República, incorporando la palabra “autonomía” en aquellos espacios en los que se quisiera hacer gala de la nueva naturaleza constitucional de la Fiscalía. Por el contrario, el consenso era darle vida a ese concepto, evitar la injerencia del Ejecutivo y de otros poderes  fácticos, favorecer nuevos esquemas de investigación más acordes con la fenomenología criminal mexicana, crear estructuras que se acoplaran al modelo en enjuiciamiento impulsado por la reforma constitucional de 2008, incorporar candados a fin de garantizar la independencia respecto del poder político, pero a la vez garantizar la supervisión ciudadana, con el objetivo de que la autonomía no se tradujese en arbitrariedad, sino en un derecho real y exigible.

Así las cosas, la Ley Orgánica nació en medio de altas expectativas, que no desconocían la compleja realidad que exige mucho más que leyes novedosas, pero que al menos permitía abrigar la esperanza de que, con independencia de quien se convirtiera en la primera persona titular de la Fiscalía, se contaba con un marco normativo para orientar la actuación de las personas servidoras públicas de esa institución hacia un nuevo modelo de justicia, cuyo cumplimiento podía ser vigilado por la ciudadanía.

El 18 de enero de 2019, Alejandro Gertz Manero sería designado por el Senado de la República como el primer fiscal general, quien hasta ese momento se desempeñaba como titular de la Procuraduría General de la República. En los hechos fue un pase automático disfrazado. Los candados en la Constitución y en la ley fueron insuficientes frente a la composición del Senado, dominado por el partido en el poder y por sus aliados, para impedir que el titular del flamante órgano constitucional autónomo fuera designado por el Ejecutivo. Era evidente que no existían garantías de independencia frente al poder político por parte del candidato de López Obrador, y que en el proceso de designación la contienda en igualdad de condiciones y la participación ciudadana habían sido de papel. Una duda persistía: ¿Gertz Manero sería capaz de encabezar una institución moderna que estuviera a la altura de los retos nacionales?

Como ya se mencionó, a pesar de estas legítimas inquietudes quedaba la ley, cuyo contenido no podía ser desatendido, siendo presupuesto básico de cualquier Estado de derecho el que los servidores públicos estén sujetos al imperio del ordenamiento jurídico. Era impensable que un fiscal no cumpliera su propia ley. Si bien era un ordenamiento perfectible y, en muchos sentidos, de transición, nadie esperaba una resistencia tan marcada para aplicarlo, por parte del primer fiscal general, quien dirigió a la institución empleando la estructura heredada por la Procuraduría General, sin ninguna disposición para intentar una forma diferente de hacer las cosas.

Mencionemos solamente algunos ejemplos. De conformidad con el artículo 6°, el fiscal está obligado a emitir el Plan de Persecución Penal, en el que se definan las metas y prioridades, con miras a guiar la actuación de las y los servidores públicos de la institución. Este precepto exige, entre otros aspectos, la participación de la ciudadanía. Una versión provisional fue entregada en marzo de 2019, mientras que la definitiva se remitió al Senado en enero de 2020 para su aprobación, misma que no ha acontecido. Este plan es un documento unilateral, puesto que nunca existió una convocatoria pública y abierta, a fin de enriquecer el proyecto como lo marca la ley orgánica. Es extraño pensar que el Presidente de la República quiso hacer una consulta ciudadana para que opináramos si se debe enjuiciar a los expresidentes de México, mientras que el fiscal evitó la consulta sobre el Plan de Persecución, a fin de que la sociedad civil expresara qué delitos debían ser priorizados por la Fiscalía General, por ser los que más nos duelen.

La estructura de la Fiscalía General está definida en el artículo 14, pero la misma nunca fue implementada en forma integral, puesto que continuaron operando las subprocuradurías de Control Regional, Procedimientos Penales y Amparo, Especializada en Investigación de Delitos Federales y Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada, a pesar de que ya no existía el fundamento legal para su operación. La supresión de estas subprocuradurías no tenía como objetivo reducir la estructura de la Fiscalía, sino ajustarla al mencionado modelo de investigación, que consiste en asumir la criminalidad como un fenómeno, y que es incompatible con las mencionadas subprocuradurías, cuyas funciones tenían que ser asumidas por unidades y equipos de investigación, a partir de una lógica completamente distinta.

Como última muestra de la reticencia para aplicar la ley, mencionaremos que, hasta donde tenemos conocimiento, no se ha echado mano de dos herramientas fundamentales: los equipos mixtos de investigación y litigación y las comisiones especiales (arts. 48 y 50). Los primeros se integran con personal de las fiscalías o procuradurías locales y de la propia Fiscalía General, y la segundas con expertos provenientes de distintas disciplinas, incluyendo organismos internacionales, organismos de la sociedad civil, universidades y colectivos de víctimas, con el propósito de evitar la fragmentación en la investigación y brindar garantías de objetividad.

Es posible identificar un cierto patrón en los aspectos de la ley en vigor que no han querido ser aplicados. Por un lado, implican dejar atrás la forma tradicional de procurar justicia, con la consecuente necesidad de emprender nuevos procesos de capacitación, reorganizar la estructura y la dinámica de trabajo, e incluso ajustar las instalaciones de conformidad con las nuevas necesidades. Requiere, además, tener la apertura para escuchar voces externas que no se encuentran sujetas a la organización jerárquica de la institución, por lo que no pueden ser controladas. Adoptar este tipo de cambios siempre requiere tiempo y recursos; sin embargo, desde nuestro punto de vista, bien vale la pena intentar su implementación, con miras a alcanzar resultados diferentes. Sobre todo porque ya hemos probado durante mucho tiempo el modelo antiguo (jerárquico, rígido y burocrático) que no ha funcionado.

Por otro lado, la ley que se pretende sustituir supone una cercanía con las víctimas y una apertura a la ciudadanía, de forma compatible con las exigencias de las democracias modernas. Se deja atrás la idea de que las víctimas son las enemigas de la Fiscalía y la existencia de cotos de poder en que el titular soberano podía ver materializadas, sin cuestionamientos, sus instrucciones y designar a placer a los servidores públicos de la institución. Se tendría que acabar con la dependencia respecto del Ejecutivo, pero fortaleciendo la supervisión ciudadana, que debe poder pronunciarse, de forma directa o a través del Consejo Ciudadano, sobre diversas decisiones y actuaciones del Fiscal y del resto de servidores públicos que integran la Fiscalía. Son las personas ciudadanas quienes deben cuidar y exigir la preciada autonomía.

Es arriesgado especular sobre las razones exactas de la resistencia a instrumentar esta ley, que nunca ha sido aplicada a cabalidad. Probablemente, exista una falta de comprensión sobre los alcances del ordenamiento o se ven con desconfianza las intromisiones desde el exterior en los mencionados cotos de poder. No obstante, la realidad de este país exige servidoras y servidores públicos que se sepan adaptar de forma eficiente y pronta a estos esquemas nuevos, que incluyen la voluntad constante de rendir cuentas y de asumir los cuestionamientos como oportunidades para mejorar, en vez de entenderlos como obstáculos que es necesario remover.

Esta resistencia escaló al punto de elaborar, en el seno de la propia Fiscalía, una nueva ley orgánica, que se convertiría en iniciativa una vez que fue presentada por el senador Ricardo Monreal, de MORENA, y que hasta ahora ha sido aprobada por ambas cámaras. A lo largo del proceso se han logrado algunas modificaciones sobre aspectos que eran francamente retrógradas, por lo que ha regresado a la Cámara de origen a fin de discutir los cambios incorporados por las y los diputados.

Sin desconocer la importancia de estos avances y de lo mucho que ha costado convencer sobre su necesidad, en realidad se trata de un proceso legislativo innecesario e ilegal en su origen.

Innecesario porque en ninguno de los documentos que integran el proceso legislativo se han expuesto las razones por las que se requiere la aprobación de una nueva ley, con amplias diferencias respecto del ordenamiento vigente; esto es, no existe un diagnóstico que permita justificar los cambios propuestos, más allá de la referencia a que se trata de la experiencia acumulada durante dos años —insistamos: dos años durante los que la ley no ha sido aplicada en su integralidad—, a pesar de que lo más responsable en todo proceso legislativo es partir de un diagnóstico sólido y objetivo.

Es ilegal, pues si bien el artículo décimo tercero transitorio de la ley orgánica vigente señala que después de un año a partir de que la persona titular de la Fiscalía General sea nombrada, deberá proponer las reformas legales y constitucionales pertinentes, el propio precepto establece que esta propuesta deberá ser por medio de una convocatoria pública, en condiciones de apertura, transparencia y con la participación de organizaciones de la sociedad civil, instituciones públicas, académicas y representantes del sector privado. Nada de eso se hizo; el proyecto fue elaborado sin consultar ni escuchar a nadie, teniendo como consecuencia que éste responda a las necesidades de una persona, pero a no a las de las y los mexicanos y, sobre todo, de las víctimas.

Tampoco ha habido suficiente apertura en el Congreso de la Unión. En el Senado se llamó parlamento abierto, primero a la posibilidad de llenar un cuestionario con respuestas preseleccionadas, y después a la celebración de foros en los que las intervenciones tenían un límite de tres minutos. En la Cámara de Diputados hubo mayor apertura para escuchar a las organizaciones de la sociedad civil en la Comisión de Justicia, encargada de dictaminar el proyecto, lo que tuvo que ver con la congruencia de diputadas valientes —proveniente de diferentes grupos parlamentarios— que se enfrentaron aún a sus propios partidos para defender la ley vigente y a las víctimas. No obstante, el voto de la mayoría de los integrantes del bloque de MORENA y sus aliados, junto con Movimiento Ciudadano, hicieron prosperar la aprobación de la ley, con algunas modificaciones. Durante todo este proceso, personal de la Fiscalía General de la República estuvo pendiente de que la ley se aprobara en sus términos.

Algunos de los retrocesos más importantes de este proyecto son los siguientes:

  1. Se retornaría esencialmente a la estructura de la Procuraduría General de la República, esa estructura jerárquica, autoritaria, lenta y burocrática, incapaz de responder a los retos del presente, y que rompe con la lógica de flexibilidad de la ley y de investigar a la delincuencia como un fenómeno. Un modelo en el que la independencia de agentes del Ministerio Público, peritos y analistas se ve limitada por las instrucciones incuestionablemente jerárquicas.
     

  2. La autonomía se usa como pretexto, a fin de limitar la responsabilidad de la Fiscalía en mecanismos de coordinación interinstitucional. En otras palabras, se mal entiende la autonomía para evitar la colaboración en espacios en donde la participación de la Fiscalía es indispensable.
     

  3. Se adelgazaría el Mecanismo de Apoyo Exterior, que sirve para que víctimas directas e indirectas puedan hacer valer sus derechos dentro del proceso penal desde el extranjero, al disminuir la responsabilidad de la Fiscalía General de la República en su operación.
     

  4. Las comisiones especiales, que fueron pensadas para ser integradas por expertos independientes, nacionales y extranjeros, podrían ser conformadas por personas designadas arbitrariamente por el Fiscal General.
     

  5. Se modifica el modelo de investigación, con la existencia de una Fiscalía en Delincuencia Organizada, las delegaciones y la investigación caso a caso.
     

  6. Se limita el Servicio Profesional de Carrera, no poniéndolo como un elemento central de la autonomía y profesionalización, sino como un aspecto secundario al antojo del Fiscal.
     

Este proceso legislativo hace patente la necesidad de fortalecer los contrapesos y las autonomías. Una ley debería ser aprobada por su capacidad de respuesta a un problema —que evidentemente tiene que ser identificado de forma previa—, y por su solidez técnica; no por atender a los deseos de una persona que cuenta con el respaldo del partido en el poder, que no está dispuesta a ser servidor público dentro de un Estado constitucional, lo que implica rendir cuentas, ganar autoridad a través de resultados y hacer frente a las nuevas necesidades.

Por supuesto, no se trata de hacer menos la experiencia de las personas del servicio público que han tenido que aplicar esta ley día a día; sino que se trata de poner sobre la mesa que no son ellas las únicas operadoras del sistema. Estas modificaciones afectarán a imputados, víctimas, testigos, abogados, defensores de derechos humanos y, en general, a la sociedad, con hambre de verdad y de justicia. Esto se pudo haber hecho de otra manera. Es importante reconocer la valentía de las víctimas en la defensa de sus derechos. Eso nos muestra que el poder de cambio sigue estando en manos de las víctimas y de una ciudadanía que ha vencido la apatía, para exigir que las cosas cambien de una vez por todas.

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