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PRESENTACIÓN

 

Elio Villaseñor Gómez

Director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A.C.

En México, a causa de la violencia, nuestra sociedad vive una suerte de crisis humanitaria que no es nueva, sino que tiene su origen en los vacíos legales y en las deficiencias en la procuración, la administración y la aplicación de la justicia, situación que durante al menos las últimas dos décadas abonó a generar la percepción ciudadana de una total ausencia de justicia. En los hechos, todo ello se ha traducido en un preocupante incremento de los delitos de alto impacto como la extorsión, los secuestros, el robo en sus diferentes modalidades y dolorosamente los homicidios.

Sobre este último delito, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública reportó que de enero a marzo se registraron 8 mil 493 homicidios dolosos en todo México, un aumento del 9.6% respecto a los 7 mil 750 asesinatos registrados en el mismo periodo de 2018. Este último es el año con más asesinatos -desde que se creó el registro en 1997- con 33 mil 369 homicidios. Además, datos de esa dependencia revelan que durante los primeros cuatro meses del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (diciembre de 2018 a marzo de 2019) se acumularon 11 mil 372 asesinatos. 

La violencia y la inseguridad que predomina en el país genera un sentimiento de miedo en la ciudadanía de a pie que, cotidianamente, enfrenta el temor, incluso al caminar en las banquetas de sus colonias y barrios, de ser víctima de asaltos con un eventual desenlace trágico, de vivir el trance de perder a un familiar o amigo por causa de un homicidio o de ser víctima de una bala perdida, como recientemente ocurrió con una estudiante en el interior de las instalaciones de una escuela de la UNAM.

Lo lamentable de esta situación es que a pesar de las consecuencias humanas y económicas que derivan de la violencia y la inseguridad, la profusa difusión de noticias sobre esas problemáticas ya no logra indignar a la sociedad que penosamente ya se acostumbró a vivir con la violencia. Esta situación no solo nos va afectando como seres humanos, pues paralelamente va rompiendo el tejido social y suscita un ambiente de desconfianza hacia quienes nos rodean, sin descontar la que se tenga hacia la labor de las autoridades que están obligadas a garantizar la seguridad de las personas y sus bienes.

Además, el sentimiento de miedo se torna en impotencia cuando vemos que los espacios públicos son gradualmente ocupados y controlados por miembros del crimen ordinario u organizado, impresión que se acentúa cuando nos enteramos que a ello se suman los delitos en que incurren los funcionarios públicos, que a pesar de ser una afrenta a la sociedad, generalmente la consecuencia natural es el de la impunidad.

A la crisis humanitaria interna como consecuencia de la inseguridad y la violencia, se suma una actitud de xenofobia hacia nuestros hermanos migrantes que salen de sus países por muchas razones como la necesidad y la miseria de la población, la falta de libertades y de democracia, la persecución política y la violencia en sus naciones. Las personas extranjeras que recorren el país tratando de llegar a Estados Unidos son víctimas de secuestros, extorsiones, robos, amenazas, agresiones físicas y abusos sexuales. Y son vistos por las bandas del crimen organizado como una “mercancía” de redituable ganancia para sus actividades ilícitas, como el tráfico de drogas (según el libro Narconomics, publicado en 2016, en México, esta industria criminal genera cada año ingresos brutos por un estimado de 600,000 millones de pesos) o la trata de personas (datos de la CNDH revelan que México cuenta con unas 500 mil víctimas de trata, delito por el que el país se ubica como tercero a nivel mundial en un ranking de delitos luego del tráfico de armas y el de drogas).

En México el tema migratorio es muy complejo al desarrollarse diversos tipos o flujos: de origen, tránsito, destino y retorno, lo cual en los últimos meses se tradujo en una crisis migratoria de larga data, pero que se hizo visible con las “caravanas centroamericanas”, fenómeno que rebasó a las autoridades migratorias y al gobierno de México. Ello sirvió para que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, justificara su amenaza arancelaria contra México si no frenaba el flujo migratorio proveniente de Centroamérica y que, finalmente, decantó en un pacto migratorio en el que México admitió acciones en la materia ajustándose y modulando su política migratoria al ritmo político del gobierno de Washington.

Solo para ilustrar lo anterior se precisa enumerar los puntos principales del acuerdo que contempla: desplegar la Guardia Nacional en la frontera sur de México; que las personas que soliciten asilo a Estados Unidos sean retornadas de inmediato a territorio mexicano mientras esperan la resolución de su trámite en el vecino país del Norte; México y Estados Unidos trabajarán para enfrentar los flujos migratorios y continuarán con las conversaciones sobre términos de otros posibles entendimientos durante un periodo de 90 días; y fortalecer y convertir a Centroamérica en una zona segura, próspera y desarrollada, con la aceptación inicial de Washington del Plan de Desarrollo Integral lanzado por el gobierno de México en conjunto con los gobiernos de El Salvador, Guatemala y Honduras, para promover estos objetivos. Al respecto, prevalecen muchas dudas, entre ellas: ¿cómo se va a instrumentar este acuerdo y con qué recursos/presupuesto? ¿por qué enviar al 10 por ciento de la Guardia Nacional a la frontera sur cuando hemos criticado antes que Trump militarice nuestra frontera norte?

Lo citado da cuenta de que la agenda migratoria la ha dictado Estados Unidos y que el gobierno de México ha respondido cediendo a los amagos de Donald Trump en materia comercial y migratoria con claros matices políticos electorales, y tácitamente reconociendo que la migración y México serán piezas centrales dentro de ese ajedrez político norteamericano. 

Si bien la Administración del presidente Andrés Manuel López Obrador califica como sensata la posición de su gobierno para suscribir acciones como las pactadas con Washington, que enmarca en el terreno de los derechos humanos, lo cierto es que más que verse como un virtual tercer país seguro para los migrantes, se requiere de una agenda más proactiva y diplomática, ante un fenómeno que a todas luces lo rebasó. Frente a ello, será fundamental que México pondere las futuras implicaciones económicas, demográficas, políticas y sociales, que derivarán del acuerdo migratorio con Estados Unidos y replantearse que los desplazamientos representan un problema global y las soluciones deben encontrarse en este rango. México también debe ponderar que el cabildeo en estas coyunturas debe llegar más allá de la Casa Blanca y el Capitolio, para buscar una gran aliada: la comunidad mexicana residente en aquel país y que podría convertirse en una gran fuerza de apoyo en la relación bilateral.

Lo esbozado en estas líneas tiene como raíz la violencia. De ahí que el reto para las autoridades y la sociedad sea enfrentar esa problemática con la prioridad de que se cumpla la ley, de acabar con la impunidad y la corrupción en todos los niveles de gobierno, de que las denuncias en ese tema no tengan como destino el cajón de un escritorio y que se persigan y castiguen los delitos de alto impacto. En suma, que en el país se consolide un real y efectivo Estado de Derecho.

Para nosotros, la ciudadanía común, la única forma de recuperar los espacios públicos se encuentra en salir de nuestras casas en búsqueda de nuestros vecinos y crear un ambiente de convivencia que recomponga desde la base de la sociedad el tejido social, un factor elemental y necesario para construir un ambiente de respeto a la dignidad humana y donde la ley y la justicia se cumpla con igualdad.

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