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México ante retos mayores: corrupción, seguridad y migración
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PRESENTACIÓN

 

Elio Villaseñor Gómez

Director de Iniciativa Ciudadana para la Promoción de la Cultura del Diálogo A.C.

“A mis amigos: justicia y gracia. A mis enemigos: la ley a secas”

Benito Juárez García, Presidente de México

 

 

 

En México, una de las explicaciones más claras que sustentan el triunfo y el arribo de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia es que enarboló como bandera de campaña el hartazgo ante la corrupción y la impunidad del pasado. Sin embargo, a tres años de su triunfo electoral y de acuñar como compromiso público aquella frase de que “la corrupción se barre como las escaleras, de arriba para abajo”, en este ámbito es posible detectar una gran contradicción, pues a pesar de que el discurso recurrente del Presidente señala a la corrupción (sobornos, influencias indebidas por intereses públicos o privados y la apropiación indebida de fondos públicos u otros recursos) y la orientación ideológica de los gobiernos anteriores como el origen de todos los problemas actuales, en su administración todo indica que existe una reticencia a aplicar imparcialmente la ley para sustentar en los hechos aquella frase que hoy es una metáfora de su gestión.

A pesar del triunfalismo del Presidente López Obrador sobre el fin de la corrupción y la impunidad en su gobierno, la realidad contrasta con la percepción ciudadana a nivel nacional que cuestiona el optimismo presidencial con el registro de problemas de corrupción y los déficits sistémicos en la aplicación de la justicia cotidiana que no han sido resueltos, así como los ya múltiples escándalos de corrupción y aplicación parcial de la justicia, que explican cómo cada vez más ciudadanos creen que la ley se sigue aplicando de manera preferencial para unos cuantos. El estudio Latinobarómetro 2021, reveló que en México el 34% de los mexicanos consideró que se ha avanzado mucho o algo en reducir la corrupción en las instituciones del Estado en estos últimos 2 años, aunque 66% indicó que el progreso es nulo o poco en esas instituciones del Estado.

Para el ciudadano de a pie, la falta de transparencia y de castigo de funcionarios que han utilizado su encargo para usufructuarlo en beneficio propio, deja en claro que sigue vigente la vieja práctica de que “el que no transa, no avanza”, que en la práctica cobra forma con la clásica “mordida” como práctica “normal” de personas y empresas para agilizar o solucionar

varios problemas cotidianos, generalmente administrativos. De acuerdo con la Encuesta de Calidad Regulatoria e Impacto Gubernamental en Empresas elaborada por el INEGI, los principales motivos para cometer actos de corrupción desde la perspectiva de las empresas son agilizar trámites (72.6%), así como evitar multas y sanciones (37.9%) o la clausura definitiva del negocio (36.4%).

Ese primer escalón confirma que la corrupción sirve no únicamente para que una burocracia favorezca a un grupo de personas o empresas, o a empresas o individuos en particular,  sino que es un indicio de cómo se apuntala una red de poder político que tiene graves implicaciones con respecto a la toma de decisiones en diversos ámbitos del quehacer público, en donde se mantiene vigente también la máxima política de que “la mejor regla que funciona es la no escrita”, que en el pasado reciente definió la relación entre lo público y lo privado. De acuerdo con el IMCO, el riesgo de corrupción aumentó en 147 de 247 instituciones federales.

En ese tenor, hace falta resolver la analogía de barrer una escalera, pues a estas alturas es preciso preguntarse si, como reiteradamente se menciona, la corrupción es la madre de todos nuestros problemas, de cuya solución depende se resuelvan todos los demás. De ser así, se explicaría por qué en el combate a la corrupción la actual administración barre con logros y avances, con la idea de que somos un país corrupto.

Lo anterior suena a una sentencia que reduce nuestra compleja realidad a una fórmula  mágica: sin corrupción, se resuelven todos nuestros problemas. No obstante, está visto y  los ciudadanos lo atestiguamos, de que la lucha contra la corrupción no se acredita en los  hechos, porque el gobierno en turno que sustenta esa especie, no tenía hasta hace poco a  un solo funcionario de la alta esfera del poder político detenido, preso y consignado por  corrupción. Menos a un juzgado y sentenciado.

Si bien, casos de corrupción y de impunidad en el actual sexenio hay varios, el más  emblemático es el de Emilio Lozoya, el ex director general de Pemex, quien para el gobierno  del presidente López Obrador era un “testigo colaborador” que le permitiría desmantelar las  redes más altas de la corrupción política, y para utilizarlo como ariete contra el grupo de la  esfera de poder político y económico que germinó y maduró en los gobiernos de las últimas  dos décadas, quizás, con el objetivo de dejar constancia de que en el gobierno de la llamada  Cuarta Transformación, la máxima de que los “peces gordos” son intocables, es cosa del  pasado.

Y si bien al momento de escribir estas líneas, el de Lozoya y su vinculación con el caso  Odebrecht son vistos como emblemáticos en la lucha contra la impunidad y la corrupción  en México, también ha puesto en la mira de la ciudadanía y de la opinión pública a la Fiscalía  General de la República, un órgano teóricamente independiente pero sobre el que pesa la  sombra de la politización.

Lo anterior debido a que se confirmó no sólo la percepción, sino la indignación social ante  los huecos de la política y la justicia mexicana que se hicieron evidentes con unas fotos de  Lozoya Austin cenando junto a unos amigos en un restaurante de lujo, lo que reveló que el  beneficio de seguir su proceso en libertad, se tradujo en un abuso y en una progresiva  sensación de impunidad brindada por la autoridad federal.

Este hecho fue para la opinión pública un gesto de arrogancia, de burla y de provocación  hacia las instituciones encargadas de aplicar la justicia, en un agravio directo a la sociedad,  pues colocó en un primer plano la evidencia de que en México la justicia suele ser selectiva.

También reflejó el nivel de impunidad y de nulo pudor procesal del caso Lozoya Austin,  sobre todo porque México es un país en el que uno de cada 10 casos se resuelve, y en  donde cientos de personas son encarceladas de facto, a la espera, a veces por años, de  una sentencia por delitos cometidos en diferente grado.

Ello demuestra que la corrupción es más un síntoma que la enfermedad en sí misma.  Además denota que la falta de un Estado de Derecho (en este aspecto World Justice Project, en su Índice Global de Estado de Derecho de 2021, colocó a México en el lugar 113 de 139 países, en el mismo nivel que Nigeria, Madagascar, Angola y Mali) y el cumplimiento de las leyes es la enfermedad real, pues corrobora que en un gobierno laxo las prácticas corruptas son un círculo vicioso, en donde una extrema flexibilidad de la ley amplifica la corrupción y confirma que el voluntarismo político para combatirlo es bueno, pero insuficiente.

Ese ambiente en el que hoy nos encontramos obliga al gobierno a modificar su visión y su estrategia para enfrentar la corrupción y la violencia [en la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), el INEGI apunta que durante septiembre de 2021, el 64.5% de la población de 18 años y más consideró que es inseguro vivir en su ciudad], para pasar de la declaración y de las buenas intenciones, a colocar el asunto en una plataforma que permita construir contrapesos reales que jueguen a cabalidad el papel fundamental de vigilar y hacer cumplir las leyes, bajo el principio que debe aplicar a toda democracia que cuente  con un efectivo Estado de derecho: todos somos iguales ante la ley y ésta no se negocia.

Lo anterior es una prioridad de Estado, por la existencia de dos problemas que han marcado  a nuestro país por décadas y que ningún gobierno ha podido erradicar: la violencia y la  corrupción. La intersección de ambos fenómenos, resultado de la complicidad entre  políticos y criminales, es un estigma de los gobiernos que ha sido denunciado por décadas.  Incluso, recientemente (18 de octubre de 2021) Santiago Nieto, el actual titular de la Unidad  de Inteligencia Financiera (UIF), consideró que mientras no se combata a los malos políticos  -que desde el poder protegen a grupos delictivos, como cárteles, empresas fantasmas o  factureras- “las organizaciones delincuenciales van a seguir funcionando”. Y sentenció: “el  panorama para el país comenzará a cambiar cuando las bandas delictivas empiecen a  registrar que sus acciones son sancionadas y que no encontrarán más complicidades desde  el poder (sean gobiernos, jueces o legisladores). Solo así se resolverán muchos de los  grandes problemas que enfrenta el país cuando se erradique la corrupción política”.

La anterior sentencia no es gratuita, pues el binomio crimen organizado-poder político, puede revelar el nivel de violencia que existe en el país. Basta citar que el Índice de Paz  México-2021, elaborado por el Instituto para la Economía y la Paz, señaló que el  narcomenudeo aumentó en 125% en 6 años, al pasar de 26.7 delitos por cada 100 mil  habitantes en el 2015 a 60 en el 2020. En homicidios atribuidos al crimen organizado, hubo  un aumento de 84% en la tasa nacional, que pasó de 15.1 muertes por cada 100 mil  habitantes en el 2015 a 27.8 en el 2020. Por lo anterior, en dicho documento se estima que  el impacto económico de la violencia en México fue de 4.71 billones de pesos (US$ 221,000  millones) en el 2020, lo que equivale a 22.5 % del PIB de México, lo que también se traduce  en más de 7 veces el gasto del gobierno en el sistema de salud pública y más de 6 veces  que el gasto del gobierno en el sistema educativo en el 2020.

De ahí que resulten sancionables los escándalos de funcionarios corruptos presentes en  todos los niveles de gobierno, pues pervierten el ejercicio del servicio público. Ello no puede  ser visto como un asunto solamente de individuos, sino que es elemental analizarlo como  un problema de factores estructurales sustentados en la concentración de poder, la  discrecionalidad, la ausencia de controles, la impunidad y la tolerancia social.

Es un axioma, de todos conocido, la alegoría de la justicia representada por una mujer ataviada de blanco, con los ojos cubiertos, sujetando una espada con una mano y una balanza con la otra, que personifica la imparcialidad en la aplicación de la ley y la sanción a quien la infringe. El problema en México estriba en que es un país con muchas leyes pero con poco Estado de derecho, en donde el quid no sólo es que la ley no se aplica a todos

por igual, sino la forma como la interpretan y codifican gobernantes y gobernados, situación que en muchos casos se distorsiona y muestra un hecho contundente: en México, la justicia es injustamente selectiva.

Lo anterior es un indicio de la situación de las cosas en el terreno de la justicia, la ley y su observancia, que ha llevado a la sociedad civil a una lucha de varias décadas, pugnando por “levantar olas” para dignificar nuestra calidad ciudadana, de exigencia a los gobernantes para no seguir viviendo en un ambiente de descomposición política y social. Y que bregamos día a día por aspirar a ser una sociedad de gente honesta, con un gobierno integrado por funcionarios que tengan real vocación de servidores públicos, con la connotación que ello exige a quienes ostentan el poder político en el país.

Lo anterior es una urgencia y un reclamo de la sociedad, puesto que, si las autoridades continúan aplicando un doble rasero en su lucha contra la corrupción y la impunidad, en el que todo el peso de la ley recae sólo sobre unos cuantos, de nada servirán los discursos y declaraciones de éxito o de presunta transformación, pues esto representaría la caída, por enésima ocasión, en el gatopardismo, aquel en el que todo cambia para que todo siga igual.

De ahí, que resulte esencial colocar en su exacta dimensión el discurso insistente del Presidente, de que él y los integrantes de su gabinete son honestos, o que no basta sólo que él lo sea para garantizar la honestidad de su gobierno, pues para la sociedad está comprobado que la honestidad no se impone por decreto, sino fortaleciendo los instrumentos de transparencia y rendición de cuentas. Y tomando en cuenta que, en México, la concentración del poder impide la existencia de un adecuado equilibrio de poderes y  contrapesos reales, que es una de las razones por las que las instituciones dejan de  transparentar su función y rendir cuentas, la inexistencia de frenos estimula un ejercicio  ilimitado e irresponsable de la actividad pública.

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