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Guatemala: graves retrocesos en la lucha contra la corrupción

Édgar Gutiérrez

Director de la Fundación Derechos Económicos, Sociales

y Culturales para América Latina

 

 

Tras los sorprendentes avances en la lucha contra la corrupción registrados en Guatemala entre 2015 y 2019, en los dos últimos años el sistema de justicia ha sufrido una franca regresión, mientras las libertades civiles y políticas están bajo seria amenaza. De hecho, el orden jurídico de la República ha quedado alterado porque los principales poderes políticos del Estado (el Presidente y la Junta Directiva del Congreso) han desobedecido sentencias del máximo tribunal constitucional, y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y de la Corte de Salas de Apelaciones (CSA) tuvieron que haber abandonado sus cargos en octubre de 2019, pero la mayoría de las personas diputadas se niega a integrar nuevas Cortes, en abierto desafío del periodo Constitucional.

Este artículo propone un breve itinerario de los avatares de la lucha contra la corrupción en este país centroamericano, desde 2015 hasta finales de 2021.

 
2015: se abre la coyuntura de crisis de construcción del Estado de Derecho

Desde las movilizaciones ciudadanas de 2015 -que arrancaron el 25 de abril con alrededor 40 mil personas concentradas en la Plaza de la Constitución en la Ciudad de Guatemala, y culminaron el 27 de agosto con las protestas en todo el país de una población estimada en 250 mil -más de 100 mil solo en la capital-, la ciudadanía no había regresado a las calles. Las movilizaciones eran un apoyo explícito a las batidas que el Ministerio Público (MP) y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) emprendieron contra las redes de corrupción y crimen arraigadas en el Estado.

Las acciones penales emprendidas por el MP y la CICIG entre 2015 y 2019 removieron (pero no alcanzaron a desarraigar) las poderosas estructuras criminales que han evolucionado y se robustecen a la sombra de los procesos electorales que se celebran cada cuatro años (el próximo será en 2023), vaciando de contenido el proyecto democrático que se inició en 1986; además, capturando, para corromper (en un sentido profundo: descomponiendo, alterando su misión, visión y objetivos), las instituciones públicas estratégicas, desde la administración del poder central, hasta los gobiernos locales.

La coyuntura de “crisis de construcción del Estado de Derecho” se abrió a través del desmantelamiento de redes criminales de captura, cooptación de instituciones clave del Estado y el procesamiento penal de sus líderes e integrantes.

En 2016 se aprobaron más de 30 decretos legislativos, que correspondían al “aprendizaje” sobre los casos judiciales (mayor autonomía del MP y su fiscal general, incorporación de la figura del “colaborador eficaz” y la derogación del secreto bancario para fines de investigaciones penales, entre otras), y pudo haber sido el inicio del proceso de “construcción” o reconstrucción del Estado de Derecho, pero fue contenido a partir de 2017.

 

2017-2018: Del avance a la contención

Dos eventos relacionados con la persecución penal del MP y la CICIG, ocurridos durante el segundo semestre de 2016, sembraron un cambio en la tendencia de la lucha contra la corrupción. Por un lado, en junio de ese año un grupo de poderosos empresarios (que incluía a los propietarios de las más grandes corporaciones agroindustriales y financieras) quedó vinculado en el caso “Cooptación del Estado” por operaciones de financiamiento electoral ilícito en 2015. Los fiscales demostraron que la corrupción era una avenida de doble sentido: había corruptos, pero también corruptores. Pero a partir de ese momento la amplia unidad de la sociedad en la lucha contra la corrupción comenzó a debilitarse.

Por otro lado, tres meses después (septiembre de 2016), el entonces presidente Jimmy Morales, comunicó a través de las redes sociales que su hijo y su hermano estaban sindicados en el caso” Botín en el Registro de la Propiedad”.

A partir de enero de 2017, los “constructores” del nuevo Estado de Derecho en el Congreso fueron neutralizados. Hasta entonces, el presidente Morales había respaldado a la CICIG; es más, solicitó a la ONU con mucha antelación que se extendiese por dos años más el mandato de la Comisión que vencía en septiembre de 2017, y había decidido apoyar una reforma constitucional en los campos de la justicia y seguridad, que promovía la CICIG y varias instancias civiles y políticas. Esa reforma constituía el pilar de la reconstrucción del Estado de Derecho. Pero tras la sindicación de la familia del Presidente, éste tomó distancias, y cuando el Congreso conoció la iniciativa, fue reprobada.

El consenso social contra la corrupción no solo se debilitó, además se fragmentó. Entre 2018 y 2019, los sectores de poder político y económico perseguidos penalmente alentaron tras bambalinas la polarización ideológica, en particular a través de las redes sociales y otras manifestaciones públicas. La consigna impuesta fue: “Esta es una lucha entre izquierda y derecha; la izquierda pretende destruir la libre empresa y utiliza a la CICIG, que es dirigida por el socialista Iván Velásquez”, un fiscal colombiano nombrado comisionado en 2014 por el secretario general de la ONU.

Esa misma argumentación falaz adquirió fuerza de verdad en el Washington de Donald Trump, donde inusitadamente se instaló un lenguaje de confrontación ideológica, como en los años de mayor tensión de la Guerra Fría. En febrero de 2018, hábilmente el régimen guatemalteco siguió a Trump en su solitaria iniciativa internacional de trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, en contra de las resoluciones de la ONU y de los mismos principios constitucionales en materia de relaciones internacionales. Así se le cruzó el nombre de Guatemala al presidente de Estados Unidos.

La crisis de construcción del Estado de Derecho en Guatemala llegó a Washington por el caso de la familia Bitkov (rusos inmigrantes involucrados con una red de tráfico ilícito de personas). El caso Bitkov fue presentado al empresario Bill Browder como el de una familia víctima de la persecución del presidente Vladimir Putin, que manipulaba a la CICIG para vengarse de los inmigrantes. Bill Browder, quien labró su fortuna en Rusia y promovió la Ley Magnitsky, dirigida contra abusos de los derechos humanos, compró la historia de la persecución política de los Bitkov y aprovechando sus influencias como financista de campaña, logró congelar la partida de cooperación para la CICIG (50% de su presupuesto) a través del senador republicano Marco Rubio.

Esa fue una oportunidad de oro para la coalición anti-CICIG en Guatemala. Rubio no solo era muy influyente en el Comité de Asignaciones del Senado, sino además tenía acceso directo a la Casa Blanca. Trump le había encargado el manejo de los asuntos críticos en Latinoamérica, en primer lugar, Venezuela y Cuba. El impacto fue que se introdujo una fisura en la política bipartidaria hacia Guatemala en la lucha contra la corrupción. Aunque siguió aprobándose durante los siguientes tres años (2018-2020) la Ley de Asignaciones Globales que condicionaba la asistencia estadounidense al respaldo del gobierno guatemalteco a la CICIG y el respeto de la independencia judicial, la supervisión sobre el cumplimiento de esos requisitos pasó a segundo plano.

 

2019: De la contención a la contraofensiva

Aunque el MP y la CICIG continuaron sus investigaciones penales y presentaron decenas de casos de corrupción en los tribunales entre 2017 y 2019, el proceso de construcción del Estado de Derecho sufrió una contención política, que en los años siguientes se convertiría en reversión.

Desde finales de 2017, el objetivo de la coalición anti-CICIG fue desmantelar la Comisión, pero temiendo oposición en el Congreso de Estados Unidos, la presión se concentró sobre el comisionado Iván Velásquez, quien en agosto de 2017 había sido declarado persona non grata por el presidente Morales, aunque no se logró su expulsión gracias a los amparos judiciales del Procurador de los Derechos Humanos (PDH), Jordán Rodas. Pero un mes después, el gobierno impidió su ingreso a Guatemala. Durante un año, Velásquez dirigió las operaciones de la CICIG desde El Salvador.

En febrero de 2018 Morales y sus asesores pidieron al secretario general de la ONU, Antonio Guterres, remover a Velásquez, pero el secretario se negó. Entre junio y julio de ese año se barajó la alternativa de un comisionado adjunto, la cual contaba con el respaldo del Departamento de Estado estadounidense. Pero Morales y sus aliados, cada vez más radicalizados, rechazaron la iniciativa. El 31 de agosto Jimmy Morales anunció que no renovaría el mandato de la CICIG, que vencía en septiembre de 2019. La reacción de la comunidad internacional, que venía respaldando a la Comisión, fue de pesadumbre, pero impotente. Washington lo dejó pasar. El gobierno de Morales se había embarcado en una política internacional aislacionista y reclamaba soberanía y no injerencia a las misiones diplomáticas acreditadas en el país. La presión más fuerte fue contra el embajador de Suecia, Anders Kompass, cuya remoción fue solicitada a Estocolmo, pero no fue atendida. De hecho Morales decidió cerrar la embajada de Guatemala en Suecia, la cual atendía los países nórdicos. A inicios de 2019, el gobierno impidió el ingreso de investigadores de la CICIG, rompiendo de hecho, de manera unilateral, el Acuerdo firmado con la ONU.

Para entonces, la coalición anti-CICIG tenía claro que el Capitolio y el Departamento de Estado de los Estados Unidos no necesariamente expresaban la peculiar política exterior de Estados Unidos establecida por Trump. Estaban dispuestos a complacerlo a él. Una demostración de desafío abierto fue la orden del ministro de Gobernación guatemalteco, Enrique Degenhart de movilizar más de 100 jepss J8 artillados, donados por Estados Unidos para apoyar la lucha antinarcóticos, en las inmediaciones de la sede de la CICIG y de la misma embajada de Estados Unidos. Los demócratas en el Congreso reaccionaron airadamente contra el gobierno de Morales.

Para asegurarse el guiño de Trump, la cancillería guatemalteca propuso a la Casa Blanca convertir el territorio nacional en depósito de migrantes irregulares deportados por Estados Unidos. El acuerdo de “tercer país seguro” violaba el derecho internacional y la Constitución guatemalteca, según una sentencia de la Corte de Constitucionalidad (CC), que hizo titubear durante unos días a Morales. Trump le reclamó públicamente y amenazó con tomar represalias comerciales y castigar las remesas familiares de los migrantes. Finalmente el 26 de julio de 2019, ante la mirada escrutadora de Trump en la Casa Blanca, el ministro Degenhart firmó el convenio con su contraparte, Kevin McAleenan, secretario interino de Seguridad Nacional. Las debilidades jurídicas del acuerdo lo hicieron poco práctico y en 2020 fue declarado ilegal en Estados Unidos.

 
2020-21: La crisis del desmantelamiento del Estado de Derecho

La CICIG quedó desmantelada el 3 de septiembre de 2019. Para la coalición antiCICIG, esto representaba una victoria estratégica. Y decidieron ir por más: borrar todo vestigio de la lucha contra la corrupción y la impunidad, entiéndase, desmantelar la Fiscalía Especial contra la Impunidad (FECI), en particular, remover a su jefe, el fiscal Juan Francisco Sandoval (lo que finalmente lograron en julio de 2021); promover antejuicios contra los tres magistrados de la CC que hacían mayoría -Gloria Porras, Francisco de Mata Vela y Bonerge Mejía- que, desde agosto de 2017, habían sostenido a la CICIG y al comisionado Iván Velásquez y, por otro lado, resolvieron amparos que afectaron empresas mineras e hidroeléctricas; además de destituir y asfixiar financieramente al PDH, Jordán Rodas, otro aliado de la CICIG y de los movimientos sociales.

El desmantelamiento de la CICIG ocurrió tres meses después de que fuera electo el Congreso 2020-2024 y, un mes más tarde, de la proclamación de Alejandro Giammattei como presidente. En octubre del mismo año, la Legislatura saliente debía integrar las Cortes del Organismo Judicial, a partir de las nóminas enviadas por las Comisiones de Postulación. Pero diversos organismos de la sociedad civil detuvieron esa elección, a través de amparos basados en requisitos que incumplió el OJ en la evaluación de los jueces y magistrados postulados. La CC ordenó posponer la elección hasta que se subsanaran los procedimientos.

Así, se rompió el periodo constitucional de ejercicio de funciones de la Corte Suprema de Justicia y de la Corte de Salas de Apelaciones, integrada bajo fuerte polémica en octubre de 2014, con el control absoluto de los jerarcas de los partidos dominantes entonces en el Congreso, el Patriota y LIDER. Las razones de los organismos civiles para procurar posponer la elección de magistrados, no era exclusivamente técnica. En su cálculo, el nuevo Congreso tendría una correlación de fuerzas más ventajosa y los magistrados electos no estarían comprometidos con la impunidad del gobierno y del Congreso salientes.

Pero ese cálculo falló. Lo que a partir de 2017 se denominó “Pacto de Corruptos” (coalición del gobierno central, Congreso y empresarios conservadores, que logró deshacerse de la CICIG), se recompuso rápidamente. Los principales operadores fueron, por un lado, Gustavo Alejos, un empresario emergente y ex funcionario de la Presidencia de la República entre 2008 y 2012, detenido desde 2015 y sindicado en cinco casos de corrupción, pero además, fuerte financista de diputados del Congreso y de la campaña electoral de Giammattei, con palancas en el OJ y, ahora persona de confianza del empresariado tradicional; por el otro, Felipe Alejos, integrante de la Junta Directiva saliente y de la que fue electa en enero de 2020, principal articulador de la coalición mayoritaria que ofreció respaldo al gobierno de Giammattei, cuyo partido apenas logró elegir 17 de los 160 diputados que integran el Congreso.

En febrero, la fiscal general Consuelo Porras solicitó a la CC detener la inminente elección de magistrados en el Congreso, hasta conocer los graves hallazgos de la investigación de la FECI en el caso Comisiones Paralelas 2020. Aunque días después la fiscal Porras se arrepintió, ya era tarde. La CC dio trámite al amparo. En abril la FECI hizo llegar al Congreso sus conclusiones preliminares y presentó once solicitudes de antejuicio contra magistrados y dos contra jueces, involucrados en tráfico de influencias para integrar las Cortes. El caso evidenciaba que Gustavo Alejos era el gran orquestador de la integración de las nuevas Cortes, negociando con comisionados, postulados y diputados. En junio Estados Unidos declaró “no elegible” a Gustavo Alejos. La CC ordenó al Congreso un procedimiento de elección de las Cortes, atenido al artículo 113 de la Constitución que establece el principio de idoneidad para nombrar funcionarios públicos. Pero el Congreso, sin violentar la norma, dilató la elección hasta la fecha. Los magistrados de la CSJ y de la CSA han sobrepasado dos años su periodo constitucional, y fungen interinamente.

Los magistrados de la CSJ operaron abiertamente a favor del “Pacto de Corruptos”. Por cuatro veces, la CSJ negó antejuicio contra Felipe Alejos, sindicado en varios casos de corrupción. En cambio, dio trámite a todos los antejuicios presentados desde 2018 contra los tres magistrados independientes de la CC, aunque no lograron la mayoría calificada en el Congreso para desaforar.

Lo más grave en estas tensiones entre el Congreso y la CC, en medio de las cuales la CSJ y el MP han sido instrumentalizados, es la desobediencia a las resoluciones del máximo tribunal constitucional del país. El no acatamiento de las órdenes judiciales no tiene precedentes en 35 años de vigencia de la Constitución. Tampoco el hecho de que no hayan tenido consecuencias sobre los transgresores.

La derrota de Trump en enero de 2021 y el retorno de los demócratas a la Casa Blanca y con mayoría en el Capitolio, anticipaba un freno al Pacto de Corruptos. Pero no ocurrió. En marzo se integró una nueva CC, que ahora controla el presidente Giammattei. El proceso fue viciado, incluso la única magistrada independiente, Gloria Porras, designada por la Universidad de San Carlos (estatal), no ha sido juramentada y ha tenido que exiliarse en Washington, igual que las últimas dos fiscales generales, Claudia Paz y Thelma Aldana, así como varios fiscales anti-corrupción, incluyendo el líder de la FECI, Juan Francisco Sandoval.

El 6 de junio, la vicepresidenta Kamala Harris visitó Guatemala. Pensó, erróneamente, que Giammattei podía ser su único aliado en Centroamérica en la lucha contra la corrupción, como estrategia clave para contener los cada vez más fuertes flujos migratorios irregulares. Ella, expresamente, calificó a la FECI como una fiscalía indispensable para luchar contra la corrupción, y otra alta funcionaria del Departamento de Estado le advirtió en privado a la fiscal general Consuelo Porras que desmantelar esa Fiscalía traería consecuencias no deseadas.

Seis semanas después, cuando Giammattei se enteró que la FECI investigaba denuncias sobre financiamiento ilícito de su campaña electoral y el presunto soborno de una empresa minera de capital ruso, instruyó a la fiscal general Consuelo Porras que destituyera al jefe de la Fiscalía. No solo lo hizo, sino que desató una persecución penal en su contra y desmanteló toda la estructura anti-corrupción que se había consolidado después de 14 años. Los casos más graves de corrupción están durmiendo ahora el sueño de los justos, mientras los jueces independientes sufren acoso y son amenazados con procesos espurios, y personas que fueron procesadas por casos graves de corrupción están siendo liberadas por jueces complacientes.

La reacción de Washington no se hizo esperar. A finales de julio, el Secretario de Estado declaró que la fiscal general había perdido la confianza de su gobierno; suspendió sus programas de cooperación con el ministerio público y dos meses después, Consuelo Porras fue incluida en la lista Engel como “agente corrupta”. Giammattei salió en defensa de la fiscal general, pero esto solo empeoró las relaciones diplomáticas entre los dos países.

Los retrocesos en la lucha contra la corrupción en Guatemala han ido de la mano de regresiones democráticas: los periodistas están bajo ataque del régimen, igual que los jueces y defensores de los derechos humanos. Son atacados desde las redes sociales por estructuras anónimas financiadas por el gobierno y son hostigados legalmente. Claramente el país va hacia una deriva autoritaria, igual que otros países de la región, como Nicaragua y El Salvador.

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