
No se trata
solo de migrantes: se trata de nuestra humanidad
Mensaje de los obispos mexicanos con motivo del acuerdo entre México y los Estados Unidos en materia arancelaria y política migratoria
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1. MUJERES EN MÉXICO: SUS LUCHAS CONTRA TODAS LAS VIOLENCIAS Y DESIGUALDADES
2. Visión regional de la pandemia: Estados Unidos y Centroamérica

Foto de José Luis González/Reuters
La agenda de inmigración de Trump se revela completamente con el COVID-19 y amenaza muchas vidas
Adam Isacson
Director para Veeduría de Defensa
Washington Office on Latin America
Líderes de todo el mundo están aprovechando la emergencia de COVID-19 como un pretexto para ejercer un poder autoritario. En Estados Unidos, esto ocurre en el ámbito de la frontera y la política de migración. La crisis de coronavirus está permitiendo que los extremistas de la Casa Blanca de Trump conviertan en realidad su agenda completa sin ninguna discusión, debate ni vigilancia.
Antes había algunos frenos. El Congreso no aprobaba solicitudes para financiar la construcción del muro o expandir las detenciones. Las Cortes, a un ritmo lento, frenaban algunos excesos. Las leyes y las obligaciones de los tratados todavía permitían a migrantes en riesgo entrar en el país.
Ahora, los frenos se han apagado. La línea dura es, por ahora, la política oficial. Especialmente preocupante es que lo todo esto amenaza con empeorar la emergencia del coronavirus, creando más vectores en Estados Unidos, México y Centroamérica.
La lista de medidas es larga y alarmante.
Para empezar, por primera vez desde que se aprobó la Ley de los Refugiados en 1980, no existe el derecho de pedir asilo en la frontera que comparten Estados Unidos y México, al menos mientras dure la crisis del coronavirus. Los puertos de entrada por la frontera terrestre están cerrados para cualquier persona sin documentos: la práctica conocida como “metering” que obligaba a los migrantes a permanecer del lado mexicano y añadir sus nombres en listas de espera para solicitar asilo en Estados Unidos ha sido suspendida, pues ninguna petición de asilo es admitida. Basadas en una política secreta llamada “Operación Capio”, las autoridades fronterizas están expulsando hacia México a todos los mexicanos detenidos y a casi todos los centroamericanos en un promedio de 96 minutos (México ha aceptado recibir a los centroamericanos dependiendo de un análisis caso por caso, pero en la práctica está aceptando a todos).
Estos migrantes “expulsados” no tienen la oportunidad de solicitar asilo. Si alguno aduce específicamente la posibilidad de que podría ser torturado en caso de ser deportado –los agentes de la Patrulla Fronteriza no están obligados a preguntar- entonces un supervisor de dicha Patrulla, y no un oficial entrenado para casos de asilo, decidirá su petición es creíble. No está claro aún qué está pasando a aproximadamente el 15 por ciento de los migrantes detenidos, quienes no son ni mexicanos ni centroamericanos, sino principalmente cubanos, haitianos, brasileños, venezolanos y gente de otros continentes.
En segundo lugar, incluso los niños no acompañados de América Central están siendo deportados, pese a una ley de 2008 que establece específicamente que la niñez no acompañada proveniente de países no contiguos debe ser admitida como potenciales víctimas de tráfico. Los políticos de línea dura de la administración Trump siempre rechazaron esta ley por considerarla, junto a otros estatutos del asilo, como “resquicios” para evadir retricciones de inmigración. Ellos tienen un pretexto legal para justificar las acciones que están adoptando: una ley de 1944 que permite a las autoridades de Estados Unidos “suspender el derecho de entrada” de las personas al país “por el interés de la salud pública”. Aunque nada en esta ley parece colocarla por encima del requisito de la Ley de Refugiados para admitir solicitantes de asilo que enfrentan riesgos creíbles, así es como la está interpretando la administración Trump: como una ley que sustituye a todas las otras en nombre de la pandemia de COVID-19. Actualmente, la gente que tiene necesidad real de protección en la frontera de Estados Unidos, personas que podrían morir sin asilo, están siendo rechazadas sumariamente.
En tercer lugar, las audiencias de asilo para aquellos que han sido forzados a “Permanecer en México” han sido diferidas al menos hasta mayo. Esto podría tener cierto sentido debido a que, durante la pandemia, no se permiten salas de cortes llenas de personas. Pero el resultado es que las familias están siendo obligadas a reportarse en los pasos fronterizos en fechas asignadas solo para entregarles un pedazo de papel con una nueva fecha de audiencia lejana en el tiempo. Sus esperas, en las ciudades fornterizas donde los delitos contra migrantes son frecuentes, están siendo prolongadas. Mientras esperan, muchos de ellos viven hacinados en viviendas deficientes, cercanos a personas que podrían estar infectadas con el COVID-19. Muchos están en albergues sobrepoblados que administran organizaciones caritativas, algunas de las cuales están cerrando sus puertas por preocupaciones sanitarias. Los que están en peores condiciones subsisten en ciudades hechas de tiendas de campaña, como una en Matamoros, Tamaulipas, donde cerca de 2,500 personas aguardan por sus fechas para el trámite de asilo en medio de pobres condiciones sanitarias y poca agua potable.
En cuarto lugar, las deportaciones continúan en México y Centroamérica con reducciones mínimas. Vuelos del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) están llegando a las ciudades de San Salvador, Tegucigalpa y Guatemala cada día o dos, pese a que estos países han cerrado sus fronteras y sus pistas de aterrizaje para prevenir los contagios de COVID-19. Algunos de los pasajeros de estos vuelos son personas que han sido expulsados rápidamente desde la frontera. Otros fueron capturados en el interior de Estados Unidos y pasaron algún tiempo detenidos. ICE no está haciendo pruebas de coronavirus a los deportados —Estados Unidos carece de capacidad para hacer pruebas. Los agentes de ICE están revisándolos por casos de fiebre alta antes de abordar los aviones. Existe una posibilidad bastante alta de que estén deportando a personas que están infectadas con el COVID-19, aunque asintomáticas. A principios de abril, dos deportados de Guatemala habían dado positivo, en momentos en que ese país entero solo había detectado cerca de 60 casos.
En quinto lugar, la detención de migrantes continúa. Hacia finales de marzo, el periódico Los Angeles Times reportó que 38,058 migrantes estaban detenidos en la red de centros de detención que tiene ICE, y que es administrada por empresas privadas, en territorio estadounidense. De estas personas, más del 60 por ciento carecían de antecedentes penales y 6,166 eran solicitantes de asilo. Algunos eran adultos mayores y muchos tenían condiciones médicas preexistentes. La mayoría está viviendo en condiciones de hacinamiento, sin oportunidad para el distanciamiento social indicado por autoridades sanitarias.
Hasta principios de abril, 13 personas detenidas por ICE habían dado positivo por coronavirus y la población de los centros de detención le temía a una explosión del contagio. Para algunos detenidos, esperar una decisión de asilo podría significar una sentencia de muerte.
En sexto lugar, la construcción del muro fronterizo no se ha detenido. Mucho de lo que se ha construido hasta ahora tiene lugar en áreas del sur de Arizona y Nuevo México que son biodiversas, frágiles en términos ambientales, sagradas para poblaciones indígenas y alejadas de los centros poblacionales. Por lo remoto de su ubicación, los contratistas privados a cargo de la construcción del muro son importados de otros lugares de Estados Unidos. Llegan a estos pequeños pueblos desérticos por unos días, donde viven y comen juntos, luego vuelven a los estados de donde provienen para regresar a la frontera un tiempo después. La posibilidad de que estos trabajadores lleven el COVID-19 a estos pueblos o a sus propios lugares de origen se incrementa cada día que la construcción del muro continúa.
En séptimo lugar, cerca de 540 nuevas tropas, personal militar activo, han sido desplegadas en la frontera. Un militar estadounidense le dijo a Reuters que las tropas se necesitaban porque “a la Administración Trump le preocupa que la pandemia deprima aún más la ya problemática economía mexicana y eso fomente la inmigración ilegal”. Las tropas incrementarán la presencia de militares que ya existían, unos 5,000 efectivos a lo largo de la frontera, incluidos cerca de 3,000 Guardias Nacionales (fuerzas militares comandadas por gobernadores estatales), que desempeñan labores logísticas y de planeación, ejecución de construcciones (incluidas tareas menores como la pintura de secciones del muro fronterizo), y comprende un contingente militar policial. El mantenimiento de esta presencia ya costó más de $500 millones de dólares desde octubre de 2018. Esto es bastante raro para Estados Unidos: desde la aprobación de la Ley Posse Comitatus en 1878, ha habido extremadamente pocos ejemplos de la operación de tropas de EUA por tanto tiempo dentro de sus propias fronteras. Aunque el Departamento de Defensa busca minimizar el contacto de las tropas con la ciudadanía, este despliegue altamente politizado sienta un precedente problemático para el futuro de las relaciones democrácticas entre civiles y militares en los EUA.
En octavo lugar, la Administración Trump continúa alentando a México para que reprima la migración, mediante el incremento de las capturas y las personas detenidas. La amenaza arancelaria de Trump de mayo de 2019, vinculada a la migración centroamericana por territorio mexicano, continúa pesando mucho en la relación bilateral. La Guardia Nacional mexicana sigue reguardando las fronteras sur y norte. Los centros de detención para migrantes en México continúan medio llenos en todo el país, sin que se le permita a la población aislarse, mientras aquellos que están cerca de la frontera con Guatemala están más sobrepoblados que el promedio nacional. Desde la mitad de marzo, los migrantes confinados en estos espacios han protestado por las condiciones de su detención, preocupados por el inminente contagio de COVID-19. Los agentes, incluidos guardias nacionales, han enfrentado las protestas con toletes, descargas eléctricas y gas pimienta.
Esta es una lista bastante severa. La respuesta a la emergencia por COVID-19 nos está mostrando cómo luciría la agenda de inmigración de Trump en circunstancias normales, si la administración tuviera el poder para desplegarla por completo. Estamos presenciando una de las crisis más graves de derechos humanos en el continente y está ocurriendo mayormente en suelo estadounidense.
En nombre de los derechos humanos, todas estas políticas extremas deben detenerse. En el contexto de una pandemia, sin embargo, existen pocas herramientas políticas, legislativas o judiciales disponibles para obligar a Stephen Miller y a toda la cohorte de extremistas de inmigración de la Casa Blanca a abandonar sus objetivos.
No obstante, el peligro de que se expanda la pandemia exige urgentemente que muchas de estas medidas se detengan inmediatamente. Estas son las políticas que están propagando activamente el coronavirus y amenazando la salud y la seguridad de las personas en los EUA, así como en México y Centroamérica al momento de escribir este artículo a principios de abril de 2020. Todas deben cancelarse y el gobierno estadounidense debe implementar opciones de sentido común para lo que dure la crisis, e incluso después.
Para empezar, detengan la expulsión de solicitantes de asilo. Muchos no tienen otro lugar adonde ir: alguien que fue amenazado en San Pedro Sula o Chilpancingo, luego expulsado a un pueblo fronterizo mexicano, ha quedado efectivamente varado en ese lugar y vulnerable al virus en cuanto se acerque. Una gran mayoría de solicitantes de asilo tienen parientes en Estados Unidos con quienes podrían permanecer y ejercer un seguro distanciamiento social. Esas redes de apoyo no las tienen en Tijuana, Ciudad Juárez o Nuevo Laredo. Aquellas personas que tienen un lugar adonde ir deberían ser puestos en libertad condicional dentro de los EUA para esperar sus audiencias: podría salvarles la vida.
Lo mismo puede decirse para las víctimas del programa “Quédate en México” que permanecen en zonas fronterizas. Quienes tienen familiares en Estados Unidos que puedan acogerlos y una audiencia pendiente en la corte, deberían poder entrar al país. Es urgente ahora mismo reducir la sobrepoblación en las ciudades fronterizas de México, especialmente en los campamentos, antes de que el COVID-19 irrumpa en la comunidad de solicitantes de asilo como una motosierra.
“Pero esperen”, podrían argumentar algunas personas. “Si les damos libertad condicional, cabe la posibilidad de que ya no volvamos a verlas otra vez. Simplemente formarían parte de la población indocumentada de los EUA”. Esa preocupación se resuelve con programas alternativos a la detención: la asignación de oficiales para seguir sus casos, quienes no solamente se encargarían de determinar su ubicación regularmente, sino que garantizarían que se reportan a sus audiencias y reciben las garantías del debido proceso en las cortes del sistema de inmigración.
Los programas alternativos a la detención han sido muy exitosos cuando el gobierno de Estados Unidos los ha implementado. Un ejemplo muy citado, entre otros, es el Programa de Manejo de Casos Familiares de ICE, conducido en el segundo término de la Administración Obama. Dicho programa (FCMP, por sus siglas en inglés) costó solamente $36 dólares al día y el 99 por ciento de las familias se presentó a sus audiencias. Otro esfuerzo alterno a la detención, denominado Intensive Supervision Appearance Program, también de ICE, alcanzó el 99 por ciento de tasa presencial, según datos de 2013, cuando se usó una combinación de seguimiento telefónico, visitas personales y monitoreo por GPS.
Opciones como estas son la respuesta obvia a la detención masiva en el contexto de la pandemia de COVID-19. Todas las personas en las cárceles de ICE que no tienen antecedentes penales serios y sí cuentan con parientes o contactos similares, con quienes puedan tener refugio y distanciamiento social, deberían ser liberadas con seguimiento y monitoreo. Esto aplica especialmente a aquellas personas mayores de 60 años y que padezcan condiciones médicas, que enfrentan una probabilidad seria de morir si contraen el coronavirus en un centro de detención.
El sentido común y la decencia también demandan una moratoria de las deportaciones, al menos hasta que la expansión de las pruebas y la inmunidad colectiva empiecen a controlar la situación. Enviar docenas de personas diariamente a países con sistemas de salud pública muy débiles—gente que ha estado detenida en instalaciones cerradas y en un avión—amenaza con crear vectores de enfermedad desastrosos. Los vuelos con deportados pueden ser supendidos tal y como se lo ha implorado el gobierno de Guatemala a los Estados Unidos.
Y por supuesto, la construcción del muro fronterizo debería detenerse durante esta emergencia: los trabajadores itinerantes de esta construcción necesitan permanecer en una sola comunidad antes de que propaguen más el virus. Obviamente, hay muchas razones por las cuales tal construcción debería cancelarse del todo, más allá de la emergencia pandémica, pero ese es un debate que continúa en el Congreso y las Cortes de EUA.
Permitir la continuación de políticas tan extremas, a sabiendas de que en EUA, México y Centroamérica sigue escalando el crecimiento exponencial de la curva de infección, es un acto de grave irresponsabilidad. Las mortíferas consecuencias podrían convertirse en un hecho que podría reverberar por una generación o más en la relación de Estados Unidos y América Latina. Más allá de aprovechar cínicamente la emergencia de salud pública para sacar adelante una agenda política que la mayoría de ciudadanos estadounidenses rechaza, la administración Trump necesita urgentemente retroceder, aunque sea temporalmente, para evitar la pérdida de vidas a gran escala.